Fatales consecuencias

En casa de los abuelos maternos el nieto de seis años jugaba en el salón con una pelota. La abuela y la madre del niño hablaban sobre la organización de las comidas de Navidad, mientras el abuelo y el padre charlaban sobre las bondades del golf. El padre, conocedor de las habilidades futboleras de su hijo, con un ojo lo vigilaba y con el otro prestaba atención a su suegro. Tras unos minutos, el padre presintió el peligro y reprendió a su hijo para evitar la tragedia, pero la complaciente abuela, abandonando la planificación, exclamó: «Deja al chico, no hace nada malo y así se entretiene; ya han estado aquí sus primos jugando y nunca ha pasado nada». Terciando en la conversación, el experimentado y sabio abuelo sugirió sin éxito a su nieto que cambiara de juego. El mozalbete, sintiéndose apoyado por la abuela, al fin y al cabo, era la dueña de la casa, acrecentó la fuerza de sus patadas e incrementó su número.

Apenas un instante después, se escuchó un estruendo producido por la caída de un formidable jarrón que se hizo añicos. Era un recuerdo de los abuelos, un regalo de boda que había estado en el salón 45 años. El padre del niño estuvo a punto de darle un sopapo al causante, pero el abuelo lo detuvo a tiempo: «Déjalo, él no tiene la culpa». Mientras la abuela con lágrimas apenas contenidas recogía los pequeños trocitos a que había quedado reducido el magnífico jarrón, los padres le decían a su hijo que ese asunto lo juzgarían de regreso a casa; pero lo hecho ya no tenía solución, el recuerdo familiar no podía recuperarse, se había perdido para siempre.

Imagínese paciente lector, que el jarrón es nuestra Constitución de 1978 y ahora adjudique los roles de los personajes.

Dedicado a las personas con buena voluntad que se comportan como la abuela de la parábola.