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Cartas al director

La huida

Aquel 6 de noviembre, la situación en Madrid pasaba a ser angustiosa, dada la presencia de las vanguardias de las tropas sublevadas, ya en sus afueras. El dilema era claro: o se tomaban decisiones drásticas e inmediatas para conjurar de raíz el peligro sobre la capital, o la II República colapsaba.

La solución del Gobierno Largo Caballero (PSOE) fue la peor de las posibles. Encargar al general José Miaja que hiciera lo que pudiera respecto de Madrid, cuya defensa era en ese momento una auténtica jaula de grillos —enfrente había un Mando Único—; y huir hacia Valencia de forma tan cobarde como irresponsable, no fuese que los atacantes pisaran sus bellísimas alfombras en breve y se hiciera tarde para encarnar a Houdini. Por supuesto, Azaña ya estaba en Barcelona, faltaría más. En la capital, quedaban decenas de miles de republicanos abandonados a su suerte y con la moral muy por debajo de mínimos. Miaja se apoyó en Vicente Rojo y organizó las defensas, primeras Brigadas Internacionales incluidas. El frente se estabilizó, con un gobierno ausente, que no entendió las necesidades psicológicas de los empeñados en la lucha, y lo mucho que se necesita en esos momentos de autoritas, dignitas, empatía y cariño por parte del líder.

La hermenéutica del texto es muy sencilla. El 7 de noviembre de 1936, consumada la huida, la II República había perdido la guerra. Porque cuando hay que estar, se está, y las responsabilidades no se delegan. Sin amor por los que sufren, o por los que mandas, no hay liderazgo, no te siguen, y prepárate para las consecuencias. No nos desviemos, es así de claro. No hay que ir para entenderlo a Jorge VI del Reino Unido, ni a Zelenski, por un lado; ni a Carlos IV en Aranjuez el 19 de marzo de 1808, por el otro. No hace falta.

Gracias, Majestad.

Jacinto Romero

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