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TribunaJosep Maria Aguiló

El viajero accidental

Pocas personas habrán viajado más que yo con la lectura, el ensueño y la imaginación, sin levantarse nunca de la misma butaca orejera

Actualizada 07:32

Viajar siempre me ha parecido algo maravilloso y fascinante, pero apenas lo he hecho a lo largo de mis casi seis décadas de vida. No ha sido por falta de interés, ni de recursos, ni de curiosidad, ni de ilusión, pero la verdad es que sólo en muy contadas ocasiones he salido finalmente de mi Mallorca natal. Quizás haya sido porque siempre me costó un poco hacer la maleta.

Tal vez para intentar compensar de algún modo ese poco espíritu viajero, hace unos años me aficioné a comprar todo tipo de guías, revistas y libros de viajes, a guardar los suplementos turísticos de los periódicos y a ver por televisión cualquier posible documental que mostrase los atractivos de distintas ciudades y regiones, tanto españolas como extranjeras. En ese sentido, pocas personas habrán viajado más que yo con la lectura, el ensueño y la imaginación, sin levantarse nunca de la misma butaca orejera.

Ni siquiera en los años de mi adolescencia y de primera juventud fui muy dado a la aventura. Por suerte, en aquella época tuve la inmensa fortuna de descubrir no sólo la excelente prosa de los autores de la Generación del 98, sino también el decidido ímpetu viajero de la mayor parte de sus integrantes, del que dejaron constancia en algunas de sus mejores obras. Ese ímpetu fue además actualizándose con el paso del tiempo. Así, las iniciales marchas y excursiones a pie de nuestros ilustres noventayochistas irían combinándose o dando paso poco a poco a los viajes en tren, en coche, en barco o incluso ya en avión, aunque la esencia de la mayor parte de sus escritos viajeros continuaría siendo la misma, la de dar a conocer otras realidades, tanto próximas como lejanas, a través de una visión entre poética y filosófica muy personal y emotiva.

Una de las lecturas en esa línea que más me cautivó en su momento —y aún lo sigue haciendo hoy— fue la de Cartas finlandesas. Hombres del Norte, de Ángel Ganivet, en la edición de la mítica Colección Austral de Espasa-Calpe. También leí entonces con gran agrado las crónicas de don Miguel de Unamuno o de Azorín centradas en sus viajes por España, los escritos en los que Pío Baroja mostraba su romántico cosmopolitismo o, ya de la Generación del 14, los ensayos del maestro José Ortega y Gasset sobre distintos paisajes y regiones de nuestro país o de Europa y de América.

El viajero accidental-Josep María Aguiló 7-10-21

Lu Tolstova

Con todos esos autores tuve y sigo teniendo como lector una gran afinidad y empatía sentimental. Al mismo tiempo, siento también que tengo contraída de algún modo una deuda muy especial con ellos, pues algunos de sus libros y de sus ejemplos personales han acabado resultando literalmente decisivos en mi vida. Y he de decir que siempre para bien. Dos de esos grandes escritores, Unamuno y Azorín, visitaron además mi isla natal a principios del pasado siglo, dejando escritas páginas muy hermosas sobre Mallorca o sobre su capital.

De Mallorca dijo entonces Unamuno que parecía «el rincón del mundo más apropiado para el descanso». Por su parte, Azorín escribió que «un extranjero cansado, fatigado de los tráfagos y andanzas mundanales ha de encontrar aquí, en estas callejuelas, en este mar azul y quieto, en estos pinares aromosos, unas horas lentas y sosegadas que vuelven a reconciliarte con la vida». Para el escritor levantino, el encanto de Palma era «ser una capital con todas las comodidades de la existencia moderna y al mismo tiempo ser un pueblo con todas las monotonías, los silencios y las lentitudes de un pueblo». Seguramente, los mallorquines no hayamos cambiado tampoco tanto desde entonces.

Quizás por ello, a lo largo del último siglo muchos han sido los escritores y los artistas extranjeros que han viajado a Mallorca en algún momento de sus vidas, a veces para pasar sólo unos pocos días de ocio y descanso, otras veces para recuperarse de algún recurrente mal del espíritu y otras para quedarse a vivir durante largo tiempo en la isla que Santiago Rusiñol definiera como «de la calma». Los nombres que podríamos citar ahora son muchos, como por ejemplo los de Gertrude Stein, Rubén Darío, Robert Graves, Georges Bernanos, Errol Flynn, Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Peter Bogdanovich, Michael Douglas o Alfredo Bryce Echenique, entre otros tantos que ahora mismo puedo recordar.

Todos ellos eligieron al menos una vez como destino el mismo lugar en el que yo nací y en el que he pasado la mayor parte de mi vida. Esa libre elección viajera de tantas figuras sobresalientes puede servir quizás también para ayudar a entender, al menos en parte, el motivo último por el que sigo viviendo en Mallorca y por el que nunca he dejado de ser del todo un soñador sedentario, un aventurero nonato, un viajero accidental.

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