Polonia, en la encrucijada
Hay primacía del derecho de la UE sobre cualquier norma nacional en su ámbito competencial, pues no tendría sentido transferir competencias nacionales a las instituciones de la Unión para ejercerlas conjuntamente en las mismas si más adelante esa misma legislación pudiera ser rechazada por la legislación nacional
Hace unos pocos días, el primer ministro polaco Mateusz Morawiecki publicó en estas páginas de El Debate un artículo que tituló «Primacía de la constitución , primacía de la democracia». Curiosamente, ese mismo día El Mundo publicó el mismo artículo aunque con un título diferente «Polonia no dejará la Unión Europea». Tal despliegue obedecía probablemente a la necesidad de explicar y clarificar la postura de su Gobierno tras una reciente sentencia del Tribunal Constitucional polaco en la que declaraba la incompatibilidad de algunos artículos del tratado de la Unión Europea con la constitución polaca y rechazaba la primacía del derecho comunitario. Unos días antes, el señor Morawiecki había acudido a explicar su postura ante el Parlamento Europeo y en el debate habían saltado chispas. Bienvenido sea pues ese propósito clarificador.
En cuanto a la compatibilidad de los tratados con el orden constitucional nacional, la cuestión no admite dudas. Cuando Polonia se adhirió a la Unión en 2004, lo hizo a los tratados entonces en vigor y a todo el acervo comunitario. Ya como Estado miembro firmó el tratado de Lisboa, que entró en vigor en 2010. En virtud del viejo principio Pacta sunt servanda, el Gobierno polaco debe asumir sus compromisos. En cuanto a la primacía del derecho comunitario, cabe recordar cómo a diferencia del ámbito estatal donde éste, según un constitucionalista clásico, «lo puede todo, salvo convertir a un hombre en mujer», la Unión tiene competencias de atribución, es decir, sólo puede legislar sobre aquellas materias que le han sido previamente conferidas. De ello resulta lógicamente la primacía del derecho de la Unión sobre cualquier norma nacional en ese ámbito competencial, pues no tendría sentido alguno transferir competencias nacionales a las instituciones de la Unión para ejercerlas conjuntamente en las mismas si más adelante esa misma legislación pudiera ser ignorada o rechazada por la legislación nacional. «También lo reconocemos plenamente en Polonia», afirma el propio Morawiecki en su artículo. Como no puede ser de otra manera, añado, el Gobierno polaco reconoce la primacía del derecho comunitario, pieza clave del derecho comunitario desde su proclamación en la sentencia Costa versus Enel en 1964. Cuestión zanjada.
Pero esta discusión teórica, algo artificiosa en mi opinión, encubre otra de mayor calado y sumamente política. Es lo que Morawiecki denomina en su artículo «una afirmación más fuerte» que consiste en su disyuntiva entre las naciones y los ciudadanos europeos y las instituciones de Bruselas y Luxemburgo (sic), a las que caracteriza por su déficit democrático ( sic). Resulta sorprendente este lenguaje descalificador de las instituciones europeas por parte del jefe del Ejecutivo de un Estado miembro, cuyos ministros se sientan en los consejos de ministros de la Unión, cuyos diputados acuden a las sesiones del Parlamento Europeo, donde los jueces de nacionalidad polaca residen en Luxemburgo y cuentan con un miembro en el colegio de comisarios en Bruselas. Y muy chocante esa contraposición entre naciones y ciudadanos versus instituciones, donde las primeras responden al principio democrático y las segundas no. Descalificar o deslegitimar a las instituciones europeas, que son las instituciones de todos, no constituye la fórmula más inteligente para acercar posiciones…
La Unión europea es un proyecto político. Como tal, se asienta sobre valores y principios comunes que comparten los Estados miembros. La adhesión a la Unión es voluntaria y cualquier candidato debe cumplir con determinados requisitos que históricamente estaban recogidos en la Declaración de Copenhague de 1993. Hoy lo están en el tratado de Lisboa y en esencia responden a los principios democráticos y de respeto a los derechos humanos que caracterizan a nuestros países. Como cualquier derecho vale lo que valen sus garantías, ya en 1997, mucho antes, por lo tanto, de la adhesión de Polonia a la Unión, el tratado de Amsterdam incorporó un procedimiento de vigilancia y sanción para el caso de violaciones de los derechos fundamentales por un Estado miembro. Y corresponde a la Comisión Europea, en desarrollo de su competencia como «guardiana de los tratados» velar por el cumplimiento de los valores especificados en el art.2 TUE. Y en caso de discrepancia entre la Comisión y un Estado miembro, será el Tribunal de Justicia el que resuelva la controversia, tal y como sucede en toda comunidad de derecho. Pero antes de llegar a tal situación se impone la lógica del diálogo, como no puede ser de otra manera entre socios y partícipes en un mismo proyecto político.
Con la llegada del partido al que pertenece el señor Morawiecki al Gobierno de Polonia en 2015 se acordaron toda una serie de medidas que causaron una honda preocupación entre los demás socios de la Unión. Abarcan desde impedir la publicación de aquellas sentencias del Tribunal Constitucional con las que el Gobierno estaba en desacuerdo, la aprobación de una legislación para jubilar forzosamente al 40 por ciento de los jueces del Tribunal Supremo y la atribución a su presidente de la facultad de prolongar discrecionalmente su mandato; la creación de un nuevo recurso extraordinario en virtud del cual pueden cuestionarse sentencias firmes dictadas mucho tiempo antes y otras medidas que cuestionan la independencia y la autonomía de la justicia polaca. Garantizar la independencia y la autonomía del Poder Judicial es no solo un elemento fundamental del Estado de derecho sino también una garantía para el correcto ejercicio del derecho comunitario pues su aplicación corresponde en primer lugar a los jueces nacionales.
Pide el señor Morawiecki en su artículo la resolución de estas controversias a través del diálogo. Nada que objetar pues ése es el método que deben utilizar los socios para encontrar soluciones. Y precisamente esa vía es la que utilizó la anterior Comisión Europea ya en 2016 en el procedimiento denominado «Marco del Estado de Derecho», donde emitió una serie de recomendaciones al Gobierno polaco ante el riesgo de una amenaza sistémica al Estado de derecho. A dicha recomendación le siguieron otras tres entre julio de 2016 y diciembre de 2017. Pero cuando ese deseable diálogo no concluye en resultados positivos, caben dos posibilidades: o no hacer nada o poner en marcha los procedimientos previstos en los tratados. En consecuencia y como era su obligación, la Comisión tomó la iniciativa, por primera vez en la historia, de activar el procedimiento preventivo previsto en el artículo 7.1 del tratado así como la interposición de sendos procedimientos de infracción contra Polonia que han dado lugar a dos importantes sentencias del Tribunal de Justicia en estos últimas semanas.
Así están las cosas. «Polonia no deja la UE», proclama su primer ministro en su artículo. Me parece una muy buena noticia porque ésa es la voluntad de la inmensa mayoría del pueblo polaco. Y de la inmensa mayoría de los ciudadanos de la Unión que quieren seguir compartiendo con Polonia y sus ciudadanos esta empresa común de todos los europeos. Pero no basta con proclamaciones en los medios de comunicación, los hechos deben seguir a las palabras. El respeto a las reglas del juego constituye un principio fundamental en toda democracia y quien las incumple o ignora se sitúa al margen de los tratados. La interpretación de los tratados y de la legislación europea corresponde al Tribunal de Justicia. El próximo 8 de noviembre, el tribunal de Luxemburgo emitirá sendas sentencias en los casos Dolinska-Ficek versus Polonia y Ozimek versus Polonia, que atañen a la independencia del Poder judicial de dicho país. Desconozco su contenido pero, sea cual sea el veredicto, su acatamiento supondrá el respeto a esas reglas de juego, tan importantes en democracia.
Íñigo Méndez de Vigo fue diputado al Parlamento Europeo (1992-2011) y secretario de Estado para la Unión Europea (2011-2015)