Luz y taquígrafos
Sin ellos, volveríamos a las tinieblas del pensamiento único que padecimos el pasado siglo y que amenazan también en el presente con maneras más taimadas
En el Diario de Sesiones del Congreso pueden leerse todas y cada una de las frases que la presidencia ha acordado retirar en los debates. Esas expresiones apenas se acompañan de un asterisco, que en pie de página especifica que han sido merecedoras de la corrección presidencial. Que esto sea así tiene toda justificación, incluso en términos históricos. Los primeros transcriptores de las Cortes, en Cádiz, persiguieron plasmar con fidelidad no solo las palabras dichas, sino el contexto en que se manifestaban, para garantizar el rigor de la labor parlamentaria. Hasta entonces, era la prensa la encargada de cumplir con esa función, lo que provocaría airadas protestas de algunos diputados doceañistas, como el gran Mejía Lequerica, molestos por el sesgo de esas informaciones, que no dejaban de tergiversar lo que había realmente acontecido en la cámara, a favor o en contra de uno u otro orador.
Que las intervenciones borradas del Diario de Sesiones se publiquen y puedan hojearse no solo contribuye a reforzar la transparencia propia de cualquier institución democrática, sino que muchas veces permite hacer justicia a la propia decisión de suprimirlas. Como ha recordado en alguna ocasión el Tribunal Constitucional, tanto las llamadas al orden como la retirada de la palabra, la expulsión del pleno o la eliminación de alocuciones, están previstas para situaciones límite que verdaderamente comprometan la tarea en el hemiciclo, sin que tales potestades puedan ser empleadas de forma desproporcionada. Las faltas de decoro, dignidad o cortesía entre los diputados, recogidas en las normas que rigen la actividad de las asambleas legislativas, nunca debieran confundirse con cortapisas artificiales al ardor de la contienda política, como en ocasiones ocurre. Aunque siempre sea deseable conducirse en términos de una mínima urbanidad, las fórmulas legales para amonestar a los que se apartan de ella no están concebidas para cercenar los derechos fundamentales a la libertad de expresión y participación política, sino para atajar faltas de respeto objetivas y notorias, apreciables ictu oculi o sin mayores complicaciones.
En Inglaterra, las habituales broncas en los Comunes suelen ser aplacadas con dificultades por el speaker. Aquel legendario «order, order, ordeeeer» que gritaba con voz ronca John Bercow escenifica la esencia de este control del quehacer parlamentario. Por más que vociferara, sus señorías continuaban discutiendo, vivificando lo que es propio de su actividad, que consiste precisamente en parlar, intercambiando ideas aunque sea con pirotecnia y cierto grado de caos.
Cualquier parecido de la actual coyuntura española con la británica es casual. Aquí seguimos instalados en una dinámica favorable al encorsetamiento de la oratoria, como consecuencia de esa peligrosa deriva totalitaria que afecta ya a nuestro sistema político. Se constriñen discursos que pueden estar más o menos acertados en forma y fondo, por la simple razón de disentir del criterio mayoritario. Y, mientras eso sucede, se perpetran desde esa mayoría auténticas barbaridades que desafían los cimientos del régimen. Aquellos «tranquilos energúmenos» de los que escribía Campmany persiguen hoy la discrepancia ideológica mientras consuman sin descanso ataques a los fundamentos democráticos más básicos.
Lo más curioso es que esto se produce en plena 'videocracia', en la que el homo videns del que hablara Sartori vive conectado a las pantallas y puede comprobar en directo lo que está pasando. De ahí que decirle a un diputado que se quitará del Diario de Sesiones lo que acaba de proferir en la tribuna o desde su escaño sólo pueda ser contemplado desde esa óptica deliberadamente restrictiva de los derechos políticos elementales. Si insulta o lesiona el honor de alguien, amonéstesele con arreglo al Reglamento, pero no se anuncien cosas que no tienen el menor sentido, y además jamás se llevarán al terreno de los hechos porque cualquiera podrá comprobar luego en el Diario de Sesiones que aquello censurado por la Mesa ha sido eficaz y fielmente recogido por el benemérito cuerpo de redactores taquígrafos y estenotipistas de las Cortes Generales.
«Luz y taquígrafos» era lo que Maura necesitaba para gobernar. Por lo que ahora se estila, ni una cosa ni otra parecen servir, siendo factores tan primarios para una democracia. Sin ellos, volveríamos a las tinieblas del pensamiento único que padecimos el pasado siglo y que amenazan también en el presente con maneras más taimadas.
- Javier Junceda es jurista y escritor