Algofobia
En el ámbito colectivo, esa sociedad paliativa ha multiplicado por mil la ausencia de criterio, apremiando a la aceptación de roles, clichés o formas de actuar que deben acatarse quiérase o no porque así lo imponen los modernos consensos
Detrás de la caída de la esperanza de vida en Estados Unidos está el masivo consumo de opiáceos. Esa terrible epidemia representa ya la mayor causa de muerte en los menores de cincuenta años, muy por encima de los accidentes de circulación o las armas. Cada vez son más los adolescentes que fallecen allí por la ingesta de unos medicamentos concebidos para paliar el sufrimiento y nunca para lo contrario. El tráfico ilegal de esas sustancias o la supuesta voracidad de las compañías farmacéuticas no pueden justificar un estallido tan colosal de tragedias, superiores a las víctimas de cualquier guerra.
El contexto en el que se produce este aciago fenómeno, extendido al resto de Occidente, es el de una sociedad de bienestar que ha acabado generando fobia hacía el dolor, en la manifestación que sea. La búsqueda de la felicidad plasmada en la Declaración de Independencia norteamericana va camino de ampliarse a un derecho constitucional a una existencia sin padecimientos, como aventura David B. Morris, autor de referencia en la materia. Los transhumanistas, aprovechando la coyuntura, anuncian también un porvenir de dicha permanente, en el que ni las penas de amor o del alma podrán tener cabida. Introduzca texto aquí
Esta algofobia o miedo a los tormentos invita a perseguir continuas fuentes de alivio, a menudo artificiales. Nuestra tolerancia a cualquier mal que nos atenace se ha reducido a la mínima expresión. Sufrimos cada vez más por cada vez menos, como con acierto afirma Byung-Chul Han. Hemos hecho desaparecer de nuestras vidas la aflicción, esa fuerza elemental y purificadora que, para Jünger, nunca debiera faltarle al ser humano. La hipocondría digital y los likes son ahora el más poderoso analgésico, el epicentro de esa cretina cultura de la complacencia en la que nada puede ser negativo, porque en esta civilización del puro rendimiento suele ser sinónimo de fracaso imposible de aceptar. Del «sé obediente» que nos dictaban desde fuera los totalitarismos, hemos pasado de pronto a un «sé feliz» que nos autoimponemos con devastadora presión.
Como pudo advertirse con ocasión de la pandemia de origen chino que padecimos, esa algofobia potenció al máximo la obsesión por la supervivencia, erigiendo al cuidado de la salud en un fin en sí mismo. La pérdida del sentido de la vida plasmado en la inigualable obra de Viktor Frankl se traduce hoy en una neurótica prolongación de la existencia, que sigue siendo el valor supremo, por encima de cualquier otro. En los campos de internamiento que montamos en nuestras casas con motivo del confinamiento, sólo importaba sobrevivir a cualquier precio, sacrificando hasta la libertad, sin detenernos demasiado en esa ridícula e inhumana manera de vivir, que tantísimas enfermedades mentales ha desatado después.
En el ámbito colectivo, esa sociedad paliativa que describe Han ha multiplicado por mil la ausencia de criterio, apremiando a la aceptación de roles, clichés o formas de actuar que deben acatarse quiérase o no porque así lo imponen los modernos consensos. El debate acerca de cuestiones ideológicas o morales profundas cede hoy ante políticas neutras, que renuncian a luchar por mejores argumentos para hacerlo en favor de difusos «centros» que no se sabe muy bien qué son. Esa democracia analgésica, provisional y alérgica a confrontaciones dolorosas y visiones alternativas, prefiere seguir haciendo más de lo mismo a embarcarse en reformas que puedan suponer mejoras, aún cuando resulten evidentes.
La algofobia se alimenta asimismo de la irrealidad generada por el actual mundo digital. Los lamentables momentos postfactuales que vivimos, inundados de bulos y deepfakes, prosiguen engendrando una extendida apatía o aversión hacia los hechos tal y como son, al encerrar muchas veces sorpresas indeseables. Aunque los algoritmos no sientan ni padezcan, sus damnificados sí lo hacemos, por más que miremos para otro lado mientras escribimos «me gusta» a la primera tontería que sale en pantalla.
El sufrimiento es, además de sobrenatural, «profundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión», plasma el inolvidable Papa Wojtyla en una memorable carta apostólica redactada tras superar el calvario del atentado que sufrió. La felicidad, sin tener en cuenta al dolor, solo produce infelicidad, vacío y desconcierto. Y de ahí a buscar salida en las drogas es solo cuestión de tiempo.
- Javier Junceda es jurista y escritor