Jesús Unzu, más «pelayo» que «requeté»
Jesús se incorporó a la vida civil y lo único que conservó de su etapa bélica fueron algunas fotos, el casco, un machete alemán que llevaba en el momento que le hirieron y… un 'cachico' pequeño de metralla donde la ceja, que al tocarlo se movía debajo de la piel
Ahora, tras el reciente fallecimiento de la navarra Teresa Unzu, cofundadora de las Misioneras de Cristo Jesús y misionera en India durante 68 años, cuyo obituario me publicó El Debate el 28 de enero, creo que es momento de recordar la bonita historia de su hermano Jesús, el primogénito de 17, y hacerlo siguiendo la narración que de ella realiza Pablo Larraz Andía en su obra Requetés. De las trincheras al olvido.
Jesús Unzu Lapeyra había nacido el 19 de diciembre de 1922, por lo que tan sólo tenía 13 años cuando el 19 de julio de 1936 vio cómo la plaza del Castillo de Pamplona se llenaba de navarros, venidos de todos los lugares y de todas las edades, que hasta allí llegaban a pie, en autocar, en camión o en carro para salir voluntarios al frente y que con sus boinas rojas formaban un campo de ondulantes amapolas. Y ese ambiente que, decía, era el que se vivía en su casa y en la calle, «contagiaba». Por eso, desde ese mismo instante «quise salir voluntario, pero por la edad, no me dejaron mis padres.»
Jesús no cejó en el empeño y durante meses estuvo dando la lata a su padre para que le dejara marchar a un tercio de segunda línea y fue tanto lo que le insistió que al final este accedió: «Anda, vete, pero que te coloquen en algún puesto sin riesgo, que tú eres más 'pelayo' que 'requeté'». Inmediatamente acudió a alistarse y le vieron tal cara de crío que le dijeron que necesitaba un certificado firmado por su padre para poder ingresar, por lo que tuvo que volver a casa a por él y con este le permitieron entrar como voluntario en la primera compañía del Tercio de Roncesvalles, «el tercio del chupete», y el 2 de enero de 1937, con 14 años, «cuando uno está en la edad de pensar más en jugar y en leer tebeos que en otra cosa, sin entender nada de política y con la única motivación de defender a Dios y a España», se montó en un autobús lleno de requetés que le llevó a la frontera, a Zugarramurdi, donde no había frente de combate, para vigilar el paso a Francia. Unas semanas después le enviaron a Mondragón (Guipúzcoa) para hacer labores de vigilancia en localidades próximas al frente y, aunque no estaba en la primera línea, continuamente oía pasar silbando por encima de su cabeza los proyectiles «y uno ya se acostumbraba», hasta que el 6 de abril de 1937, cuando estaba haciendo guardia en un pequeño parapeto, escuchó un silbido raro, un proyectil de mortero con un zumbido diferente y en el último momento se cubrió la cara con el brazo porque «sentí que aquello caía cerca. ¡Y tan cerca! Pegó un proyectil de mortero del 81 a metro y medio de donde me encontraba. Tuve más suerte que manda Dios, porque al fusil que tenía apoyado en el parapeto lo partió por tres sitios, y sin embargo a mí no me mató.»
Quedó con toda la frente llena de trozos de metralla y tuvo suerte, porque el brazo le salvó la vista. No perdió el conocimiento, se tapó como pudo la herida, notó que sangraba, gritó y le evacuaron al hospital de Mondragón, por donde pasó de visita el general Cabanellas y «al verme tan joven me dio un duro de plata y me dijo: '¡Toma!, pa que te compres caramelos'».
El día 11 de abril sus padres lo recogieron y lo llevaron al Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, no sin antes advertirle que para él la guerra se había acabado. Permaneció ingresado hasta el 19 de junio, siendo el herido más joven que por allí pasó. Tenía la cara y la mano derecha llenicas de fragmentos de metralla y cuando le hacían la cura le sacaban alguna esquirla. Después se iba a pasear por Pamplona causando sensación por la calle: «Mira qué requeté más jovencico, ¡y si está herido!», comentaba la gente. A finales de julio, ya repuesto completamente, pidió de nuevo destino en el servicio de fronteras y lo enviaron a Elizondo donde permaneció «muy tranquilo» hasta que sus padres lo reclamaron y el 11 de noviembre de 1937 fue licenciado por menor de edad, con lo que se terminaron sus andanzas guerreras y en adelante se tuvo que conformar con ser el abanderado de los pelayos de Pamplona en los desfiles. No obstante, como «aún tenía ganas de guerra, lo volví a intentar: en el invierno de 1937 a 1938, estando en Cintruénigo de descanso, vimos pasar varios camiones cargados de requetés que iban a Teruel y junto a mi amigo Ildefonso nos montamos en uno de ellos para ir otra vez al frente. Se dieron cuenta, pararon, y nos mandaron de vuelta a casa».
Pasaron los años y cuando en 1941 movilizaron a su quinta, el haber ido voluntario a la guerra y haber sido herido en ella no le sirvió para evitar tener que estar dos años en Melilla haciendo la mili. Después, cuando se licenció, como les había sucedido a tantos de esos voluntarios que salieron al frente con espíritu de Cruzada y que cuando esta terminó cada uno volvió a su trabajo, a su campo, a su oficina, porque la Cruzada había terminado, Jesús se incorporó a la vida civil y lo único que conservó de su etapa bélica fueron algunas fotos, el casco, un machete alemán que llevaba en el momento que le hirieron y… un cachico pequeño de metralla donde la ceja, que al tocarlo se movía debajo de la piel; un «trofeo» de guerra que le acompañó hasta el día de su muerte, el 29 de julio de 2001.
- José Ignacio Palacios Zuasti fue senador por Navarra