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Semana Santa, Cristianismo y cultura

En cuanto excavamos en nuestro suelo aparece el Cristianismo por todos lados, como un humus que nos sustenta, como un venero de agua que resiste la peor sequía, como una tierra en barbecho pero nunca estéril

Actualizada 18:58

La Semana Santa año a año vuelve, sorprendiendo a muchos, enardeciendo a bastante gente y escandalizando a algunos. Para empezar, aparte de cualquier consideración moral o religiosa que queramos hacer, hay que reconocer: (a) su carácter de fenómeno sociológico y cultural (uso aquí el término en un sentido amplio, no en el estricto de cultura como lo concerniente al conocimiento, lo académico); y (b) su carácter extemporáneo, especial, a contrapelo del «sentido de los tiempos» (en el caso de que esta entelequia exista y de que la historia humana tenga una dirección, un sentido determinado).

En cuanto al punto (a), la evidencia no requiere mayores estudios ni cábalas. Basta con ver las calles de las ciudades de España, y especialmente las andaluzas, abarrotadas de gente, de arte, de sentimientos y creencias, donde seguramente lo religioso se mezcla con lo personal, con lo afectivo y hasta con lo familiar. Hay que tener en cuenta, también, la presencia y la acción dinámica de las cofradías en la vida social; es decir, su carácter de «sociedad civil». Esto es especialmente patente en los pueblos y ciudades andaluzas. Las cofradías son (también) entidades culturales y organizaciones que ayudan a los que lo necesitan; eso que ahora se llama con el nombre horrísono de ONG. En su existencia centenaria, eran y actuaban antes que se hubiese inventado esa cosa, incluso ese nombre. Este aspecto de las cofradías, y de la Iglesia católica en general, es algo que algunos están descubriendo ahora; pero que ha existido siempre.

En cuanto a punto (b), qué duda cabe de que el fenómeno, por lo menos en su aspecto más estético, tiene algo de anacronismo, de herejía contra la diosa Modernidad, a la que llevamos unos tres siglos rindiendo culto. En una sociedad, la occidental, que se define como laica y laicista, donde una de las características que se repiten –dicen los que dicen que saben– es el abandono de lo religioso, la acotación de la práctica religiosa al ámbito de lo personal, en el contexto de un Estado aconfesional; en una sociedad como ésta, vemos de pronto las calles invadidas por imágenes sagradas (algunas verdaderas reliquias artísticas), penitentes, símbolos del Cristianismo y de la tradición, todo con un aire inequívocamente católico y contrarreformista, que nos retrotrae a la España del XVI y XVII, a la contienda con la Europa protestante, al Concilio de Trento y a las largas polémicas sobre la justificación. Toda esta antigüedad de estética barroca convive con la modernidad antirreligiosa y la postmodernidad arreligiosa sin mayores problemas.

La chica guapa y joven, estudiante de informática, después de hablar con su novio por el móvil (icono de la moderna sociedad de la comunicación) y de comerse una hamburguesa (icono del dominio de lo anglosajón sobre nuestros usos y costumbres) se embute dentro de un capirote y se pasea por la calle con un cirio en la mano, realizando un rito que tiene trazas de medieval en lo ideológico y de barroco en lo estético. Del siglo XVI ha pasado al XXI sin solución de continuidad, como si no existiese el sentido lineal de la historia (mito de la Ilustración optimista y hasta ingenua), sino (imagen que hubiera servido a Borges para un cuento) mundos paralelos y superpuestos que se contactan por una ósmosis misteriosa.

¿Qué pasa? ¿Qué contradicción es esta? ¿No habíamos dicho que el antiguo cristianismo estaba enterrado, reducido al límite de lo privado, era una reliquia envuelta en naftalina? Reducir el cristianismo a lo privado: sueño (casi utopía) recurrente de la Ilustración, de la masonería, de los que escriben y reescriben la Enciclopedia, de todos los progres (de derecha y de izquierda) que en el mundo han sido. Sueño supremo de todos ellos que se desvanece como humo perfumado de incienso cada Semana Santa, con el ruido de los tambores y el pasear de las imágenes, en ese contraste, tan Mediterráneo, que tanto nos gusta, entre lo mundano y ruidoso y lo sacro. La realidad cultural, las raíces históricas (evito la palabra «identidad» que los nacionalismos han vuelto sospechosa) se imponen con la machaconería de los hechos consumados. Es así: en cuanto excavamos en nuestro suelo aparece el Cristianismo por todos lados, como un humus que nos sustenta, como un venero de agua que resiste la peor sequía, como una tierra en barbecho pero nunca estéril.

¿Qué dirían los iconos del santoral laico español, los Azaña, Ferrer, Giner, los modernos, antes este espectáculo? ¿Qué dirían los políticos de nuestra República que se devanaban los sesos para hacer de España un país moderno y sin jesuitas? A nuestros amigos ilustrados, herederos de los citados, habría que recordarles aquella disparatada y graciosa frase atribuida (falsamente) a Zorrilla:

Los muertos que vos matasteis gozan de buena salud.

  • Tomás Salas es escritor
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