Saber levantarse
Es la historia de una persona con una fortaleza mental única para no venirse abajo, algo imprescindible en los negocios y en la vida. Y lo que yo aprendí de ella
Hoy es 20 de abril y nunca olvidaré esa fecha, aunque no precisamente por la canción de Celtas Cortos. Por eso, si me permiten, por ser hoy, les voy a contar una historia: la de alguien que aprendió a levantarse. La de alguien a quien la vida le dio continuos golpes pero que tenía una capacidad innata de alzar la cabeza y mirar hacia delante, donde podía esperar otra oportunidad.
Su nombre es lo de menos, no piensen que no me acuerdo. Todo lo contrario. Lo importante es su historia y lo que yo, por lo menos, aprendí de ella. Era una persona con un carácter empresarial como he visto pocos, con una fortaleza mental única para no venirse abajo, algo casi imprescindible en los negocios. Y lo aplicaba a su vida, donde si algo iba mal, ya trataría de arreglarlo de una u otra manera; lo importante era no venirse abajo.
Yo era tan joven que ni recuerdo el momento en que lo conocí. Por aquel entonces vivía en una capital de provincias, tenía una empresa de construcción, cuatro hijos y una mujer. Pasaba los domingos navegando en un velero que dormía en el puerto, mientras su esposa, que se mareaba en aquel pequeño barco, cogía el coche con los niños para encontrarse en la playa en la que habían quedado. Otras veces eran los niños los que se quedaban en casa, con los abuelos o con algunos amigos, mientras él y su mujer recorrían en moto España y parte de Europa.
Comentaba antes que recibió muchos golpes en su vida: el primero fue a modo de estafa. Un mal contrato se llevó por delante aquella vida idílica que llevaba y la empresa quebró. Fue duro, pero, lejos de venirse abajo, encontró en otra ciudad un trabajo con el que alimentar a esas cuatro bocas y, de paso, saldar algunas deudas. Cada viernes salía de trabajar, cogía el coche y conducía cientos de kilómetros por las malas carreteras de los 90 para juntarse hasta el domingo con su mujer y sus hijos. El pequeño, que no mediría ni un metro por entonces, corría todo el pasillo para abrazarlo nada más oír la puerta, fuera la hora que fuera.
Al poco encontró otro trabajo que le permitió reunir de nuevo a toda la familia. Eso, al final, era lo importante para él, pero no contento, siguió pensando en mejorar y no tardó en querer irse a Madrid. La capital de España, la tierra de las oportunidades. Y allí agarró una. A cualquiera que hubiera montado una empresa y hubiera tenido que cerrar no se le habría pasado ni de lejos por la cabeza empezar otra aventura, pero él era de otra manera. Estaba hecho de una pasta diferente.
Sacó de la nada otro negocio, de nuevo inmobiliario, avalado por un golpe moral. Una mañana, cuando aquella estafa de años atrás estaba más que olvidada, abrió el periódico y leyó en un artículo que el abogado al que él había confiado el caso había ganado en los tribunales y le estaba buscando. Era la España de principios de los 2000, sin Facebook ni WhatsApp, cuando comunicaba el teléfono al conectarte a internet, y encontrar a alguien al que habías perdido la pista no era tan sencillo. Nunca recuperó un céntimo, pero no importaba. Quedaba demostrado que él no había tenido la culpa de lo que sucedió.
La empresa que montó en Madrid rodaba por sí sola y aquel negocio inmobiliario llamó a otros que también funcionaron bien. Disfrutó de aquella etapa, se permitía pequeños lujos, viajes ocasionales e incluso volver a navegar algunos veranos en Mallorca. Sus hijos estaban ya creciditos y eso le daba más libertad para divertirse con su mujer. Algunos se iban de casa y acababan volviendo, porque siempre tenían ese apoyo, y otros entraban en la universidad para salir de ella al volante del coche que les había prometido cuando se licenciaran. Era su manera de que su pasión pasara de generación.
Y cuando todo iba bien llegó el segundo golpe: la crisis inmobiliaria de 2008 que afectó a tantos españoles también le tocó a él. Pero lejos de venirse abajo, con la experiencia de la primera vez, afrontó la situación para que, catorce años después, la empresa siga existiendo aunque muy lejos de su apogeo.
El tercer golpe fue peor, pero tampoco consiguió hundir su carácter, serio pero a la vez sonriente. Cáncer. En 2016 llegó la primera de muchas operaciones y, cuando parecía que lo había superado, a los pocos meses los médicos vieron que se había reproducido en otro lugar. El pronóstico era malo, pero quedaba partido por jugar y no estaba dispuesto a rendirse, como no había hecho nunca en su vida. Después de recibir un golpe, se levantaba, peleaba, miraba al horizonte y luchaba hasta llegar allí habiendo conseguido lo que quería. El cáncer le ganó, pero tardó cinco años en vencerle y vivió hasta el último día sin parecer enfermo, demostrando a sus hijos –y a sus nietos– que nunca hay que dejar de pelear.