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TribunaGonzalo Ortiz

Prosigue la guerra en Ucrania

La guerra ha reforzado a la OTAN, con la inclusión de Suecia y Finlandia en este organismo, impensable sólo hace meses, y con el «descubrimiento» de Ucrania como parte importante de la geografía europea

Actualizada 08:53

La agresión de Rusia a Ucrania, que empezó el pasado 24 de febrero, ya ha superado los nueve meses. Una guerra no declarada, como la que inició Hitler en septiembre de 1939. Putin llama a defender los derechos de los rusoparlantes en Lugansk y Donetsk, lo que recuerda el acuerdo de Múnich que adjudicó a Alemania la región de los Sudetes en 1938, donde residían germanoparlantes.

La «acción militar especial» nunca pudo disfrazar en realidad una guerra de agresión. Para observadores calificados como Felshtinsky es una guerra que ya ha perdido Putin, para él, totalmente desacreditado ante la opinión pública mundial, y con notables reveses militares. Como la reciente retirada de Jersón, donde Ucrania consiguió recuperar varios miles de kilómetros cuadrados a las tropas rusas. Reconociendo su impotencia, Rusia viene lanzando oleadas de misiles sobre objetivos civiles amenazando escuelas y hospitales.

Y ha llegado el invierno, sin grandes iniciativas de paz. La posición de Ucrania de defender sus fronteras ha ganado consistencia, y ahora el Gobierno de Zelenski aspira recuperar la Crimea arrebatada sin apenas lucha en 2014. La guerra latente que existe desde entonces ha permitido al Ejército de Ucrania reforzarse y ser capaz de hacer frente a los desafíos de ahora. Paradójicamente, fue el anterior presidente Poroshenko quien contribuyó a reconstruir la identidad ucraniana a base de devolver a la iglesia ortodoxa el lugar que le correspondía, reforzar el papel de la lengua propia y contar con un Ejército preparado para el combate.

Muchos rusos que salen ahora al exterior han perdido el orgullo de serlo, y tienen la impresión de que Putin, y por generalización los políticos de su país, les están llevando a una guerra que no desean. Los puentes históricos entre Ucrania y Rusia han quedado rotos, y una reconciliación futura parece hoy muy lejana. Esa misma reconciliación que Rusia debería buscar con Europa, a la que pertenece. El Ejército ruso, que tenía fama de invencible tras la Segunda Guerra Mundial ha perdido gran parte de su prestigio, y se recuerdan las derrotas sufridas en Crimea en 1838, en Japón en 1905, en la Primera Guerra Mundial y la salida abrupta y no gloriosa de Afganistán.

El problema central es el de la financiación de la guerra. Rusia es un país con una fuente inagotable de materias primas (que seguirá vendiendo de una forma o de otra) y con su enorme extensión puede conservar incólume su infraestructura y sus centros de producción de energía. Ucrania, por el contrario, es mucho más vulnerable. La salida de sus exportaciones de grano está seriamente comprometida, y no hay prácticamente un metro cuadrado de su territorio que no esté al alcance de los misiles rusos (que cobardemente Rusia utiliza con profusión). Las centrales nucleares ucranianas son un blanco potencial de los mismos (Zaporiyia y Chernóbil, entre otras), con el peligro añadido de un potente accidente nuclear. ¿Seguirá Occidente financiando el conflicto por los dos lados? Y digo por los dos lados porque, por una parte, compra gas y petróleo ruso y, por otro, suministra material militar y financiación para apoyar el esfuerzo bélico ucraniano.

Contra la opinión de muchos analistas internacionales, sigo pensando que nuestro gran error no ha sido tratar mal a Rusia (la supuesta amenaza de la OTAN me parece irreal), sino no haber sabido actuar a tiempo contra el agresor. La experiencia de Chechenia, Georgia, Crimea y otras permitió a Putin pensar que «la acción militar especial» tendría un desenlace rápido sin apenas reacción por parte de Estados Unidos y de otras potencias occidentales.

La guerra ha reforzado a la OTAN, con la inclusión de Suecia y Finlandia en este organismo, impensable sólo hace meses, y con el «descubrimiento» de Ucrania como parte importante de la geografía europea. En efecto, antes de febrero de 2022 nadie sabía dónde estaba Ucrania, ni se conocía su convulso pasado reciente desde su independencia de la URSS en 1991. En los últimos tiempos, sin embargo, nos hemos familiarizado con la «revolución naranja» o los sucesos de la plaza Maidán en Kiev que produjeron decenas de muertos. Y hasta hemos oído hablar del dirigente fascista Stephan Bandera, que apoyó primero a Hitler y posteriormente rompió con él. Nos hemos dado cuenta de nuestra fragilidad energética y de la dependencia del gas ruso y de cómo el lejano conflicto en Ucrania afecta a la cesta de la compra en el mercado.

Y ha sido una ocasión para mostrar solidaridad con los ucranianos que, huyendo, han llegado a nuestro país. Un pueblo, por otra parte acostumbrado al sufrimiento, ya que casi cinco millones de ucranianos murieron en la Segunda Guerra Mundial (otros dos millones fueron trasladados a Alemania para realizar trabajos forzados). Y en 1996 tuvieron que afrontar las terribles consecuencias del accidente nuclear de Chernóbil.

  • Gonzalo Ortiz es embajador de España
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