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TribunaJosé Torné-Dombidau y Jiménez

Un referéndum inaceptable

El Estatuto de Sau de 1979, Cataluña goza de una muy amplia autonomía político-administrativa, equiparable, si no superior, a la de un Estado federado, luego ampliada –al límite– hasta alcanzar hoy, en muchas materias, la bilateralidad con el Estado

Actualizada 09:14

Por su discutida conformación histórica, de la que son exponentes magistrales las tesis de los académicos Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, y por no haber asumido España a su tiempo, con el vigor necesario, el concepto liberal de nación, nuestro país adolece de un frágil e inestable equilibrio desde la perspectiva territorial. Ortega y Gasset acertó a calificarlo como problema, y es –todavía– el de una España invertebrada, desarticulada. Y así seguimos.

Sea como fuere, el caso es que, desde finales del siglo XIX, se despierta en algunas provincias o regiones españolas con lengua vernácula el deseo de diferenciarse de las demás y de distanciarse del Estado. Fue el germen de lo que más tarde se llamarán los nacionalismos periféricos. Las reivindicaciones de este particularismo regional –en pos de un régimen político-jurídico especial y propio– han sido, desde su misma aparición, insistentes y tozudas, contándose con una literatura fundante, incluso de corte nacionalista.

Para tomar conciencia del problema territorial del Estado español, cada día más agudo, caracterizado por una progresiva tendencia centrífuga bajo la técnica instrumental de la descentralización, hay que repasar las principales respuestas organizativas que ese mismo Estado ha dado, desde entonces, al fenómeno referido. Así, en 1914 el Gobierno de Eduardo Dato aprobó una primera experiencia descentralizadora: la Mancomunidad de Diputaciones catalanas, simple entidad local para fines estrictamente administrativos. En 1925, la dictadura de Primo de Rivera la suprimió al considerarla una singularidad discriminatoria.

Con la Constitución de la Segunda República (1931), las aspiraciones descentralizadoras encuentran su acomodo en el reconocimiento de autonomía para «aquellas provincias con características históricas, culturales y económicas comunes». Cataluña fue la primera región en constituirse en comunidad autónoma (1932), «dentro de los límites irreductibles del Estado español», Estado integral.

Por su parte, el régimen del general Franco no admitió entes infraestatales dotados de autonomía. Únicamente reconoció cierto grado de descentralización administrativa a las entidades de carácter local (provincia, municipio) o a aquellas circunscripciones territoriales creadas por exigencias de los planes de desarrollo económico y social de la época.

Y llega el momento de la Transición a la democracia. Una de las reivindicaciones más presentes de este tiempo, insoslayable aspiración de algunos territorios y fuerzas políticas, fue la demanda al poder central de reconocimiento de autonomía político-territorial para las regiones.

Los partidos de la Transición, sus líderes, y los primeros Gobiernos que se encaminaron a la democracia recuperaron, en el texto constitucional de 1978, el modelo republicano de organización territorial de las llamadas comunidades autónomas, empero ampliado, en la ingenua creencia (corroborado por lo sucedido después) de que los nacionalismos periféricos (Cataluña, Vascongadas, Galicia) serían leales al pacto de la Transición y ahí detendrían sus reivindicaciones particularistas. Así se plasmó en el artículo 2 de la CE y en su título VIII («De la Organización territorial del Estado»), delicado título con el que España se juega su ser, tal como la conocemos.

En virtud de ello, desde el Estatuto de Sau de 1979, Cataluña goza de una muy amplia autonomía político-administrativa, equiparable, si no superior, a la de un Estado federado, luego ampliada –al límite– hasta alcanzar hoy, en muchas materias, la bilateralidad con el Estado, en virtud del proceloso Estatuto de 2006, no obstante haber sido éste revisado por las Cortes y el TC (STC 31/2010), órganos que eliminaron preceptos abierta y frontalmente inconstitucionales, y otros a interpretar de conformidad a la CE.

No obstante, el nacionalismo secesionista catalán ha ido muy lejos. En otoño de 2017, después de seguir un ‘procés’ acusadamente rebelde y anticonstitucional, en abierta desobediencia a resoluciones judiciales y del TC, las autoridades autonómicas catalanas pronunciaron una D.U.I. que conllevó la aplicación de la cláusula de defensa del Estado del artículo 155 CE, y la posterior incriminación y enjuiciamiento de los autores de tan graves hechos, resultando condenados por la Sala 2ª del TS por sedición.

En nuestros días, con el Gobierno de Pedro Sánchez, el escenario político ha experimentado un cambio de vértigo a peor. Un partido secesionista catalán, protagonista de la revuelta de 2017, ERC, es ahora socio y puntal parlamentario del Gobierno sanchista. Bajo esas circunstancias, Sánchez paga favores a sus extraños aliados. No sólo ha concedido, contra el criterio del Tribunal sentenciador, unos indultos injustos sino que ha accedido a suprimir del Código Penal la sedición y a edulcorar la malversación. Una amnistía encubierta. Una aberración jurídico-constitucional y penal.

Ahora tememos que, mediante algún socorrido trilerismo formal, Sánchez sucumba a las «palancas de fuerza» (Rufián dixit) y permita lo que Pere Aragonès ya da por hecho: un referéndum para que el nacionalismo catalán alcance su objetivo secesionista. Como la palabra de Sánchez, negando el referéndum, no tiene valor, deben saltar todas las alarmas. Nos jugamos España. Inaceptable.

  • José Torné-Dombidau y Jiménez es profesor titular de Derecho Administrativo y presidente del Foro para la Concordia Civil
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