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TribunaJosé Antonio Ramos-Clemente y Pinto

Elogio de la bondad

Sabiendo que la verdad tarda en definirse y que la belleza inicial, que hace que nos interesemos por alguien o algo puede no ser verdadera o no ser buena, lo lógico es pasar cuanto antes a evaluar la bondad

Actualizada 01:34

La belleza es lo primero que nos atrae de una persona, de un paisaje, de una melodía, de un objeto (a veces nos ciega tanto que no nos deja plantearnos las otras dos virtudes), pero con el tiempo, mucho o poco, largo o breve, ¿qué nos planteamos en segundo lugar, la verdad o la bondad? ¿Es real ese paisaje, esa persona, o es producto de arreglos insostenibles sin un coste? ¿Es benigno el clima allí, es buena esa persona? Algo sólo puede ser bueno si es verdaderamente bueno. La verdad es condición necesaria, pero muchas veces se esconde por humildad, o nuestra desconfianza aprendida nos impide evaluarla (tanto como la ceguera de la belleza), o se ausentó temporalmente, o simplemente nunca estuvo. Por eso la verdad, siendo lo primero, es lo último que descubrimos. Si la verdad encaja con la bondad y la belleza, perfecto; si no, vuelta a empezar pues o la belleza no es tal o no lo es la bondad.

Sabiendo, entonces, que la verdad tarda en definirse y que la belleza inicial, que hace que nos interesemos por alguien o algo puede no ser verdadera o no ser buena (como atractivas setas o flores venenosas), lo lógico es pasar cuanto antes a evaluar la bondad.

De ahí que, sabedores de que la belleza es sólo un relámpago, lo que más hace que nos quedemos junto a alguien o en un lugar sea que nos hace bien, su bondad. En la primera carta a los corintios, capítulo 13, san Pablo les dice (nos dice): «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles [...]. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. [...]En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor».

La belleza que contemplamos no es más que fe en la verdad y bondad de esa belleza. Igualmente, la verdad que conocemos es siempre limitada, es una esperanza de verdad y de nada sirve la verdad que predican ideologías totalitarias, por ejemplo, por muy sinceras y claras que sean al exponer sus objetivos (aunque no sean igual de claros con los medios, pero ese es otro tema que nos desviaría del esencial ahora). Por tanto, el amor, el Amor, ese que no pasa nunca, está ante todo en la bondad, en el bien: el bien supremo, el bien común y el bien personal. No es sólo aplicar el triple filtro de Socrates al hablar; incluso en el silencio (quizá junto con la soledad la mejor manera de dejarnos encontrar por Dios) deberíamos mirar la bondad de las cosas, buscar a los hombres de buena voluntad, antes que de atractiva o de firme y sincera voluntad.

No podemos evitar que la belleza sea lo primero que nos mueva (demasiado pronto quizá) y tampoco que la verdad aparezca al final, definiéndose lentamente entre las brumas (demasiado tarde quizá). Por eso, para no caer en el paralizante escepticismo, en el indiferente relativismo, en el trepador interés, o en el narcotizado buenismo, una vez que algo o alguien (en la vida personal, social, cultural o política) nos atrae, la brújula para navegar por esta confusa vida es el bien, el Amor, la bondad. Lo que pasa es que ahí y justo ahí comenzaría la discusión sobre qué es el bien (aunque para un cristiano no hay discusión), pero esa es otra historia y hoy interesa que interese poco, pues tratan de distraernos continuamente con espectáculos de fuegos artificiales, lingüísticos y visuales, mezcla de belleza sin verdad y de mentiras que pasan por hermosas verdades. No se pierdan, busquen la bondad, aunque suponga combatir el mal y embarrarse. Merece la pena.

  • José Antonio Ramos-Clemente y Pinto es antropólogo y profesor de Historia
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