Año nuevo, vida vieja
Soñé que todos nuestros males se aventarían con el año. Porque, circunspecto y tontorrón, me dije que cuando las cosas están tan mal, sólo pueden mejorar, olvidando temerariamente las advertencias del viejo Murphy
Me despedí del año –con seguridad el peor de mi vida, hasta el momento– proa a la mar, viendo cómo, allá al fondo, la bahía de Málaga se teñía de atardecer y el agua temblorosa se acurrucaba junto al muelle. Nunca, desde que tengo memoria, me propuse nada nuevo que hacer, o al menos intentar, por la mera caída de una hoja de calendario. Ni dejar de fumar, ni ser más bueno, ni estudiar inglés, ni acabar ese libro de nunca acabar, nada, y este año tampoco, ni siquiera me atreví a pedir que el siguiente fuera mejor, un poquito menos cabrón al menos. Pero el calendario es una mera ficción, como el tiempo, como tantas cosas que la humanidad se ha dado para medir lo inconmensurable y sentirse reina de la creación, olvidando que es una especie más que un día desaparecerá, como todas, dejando el testimonio de un puñado de fósiles igual que los trilobites o los tiranosaurios, mientras esta gotita de universo que llamamos planeta Tierra sigue inmutable jugando a la peonza.
Y, sin embargo, mientras el sol se siga poniendo en la bahía o tras los montes, coronándolos de luz como un destello de la divinidad y alguien, quien sea, sienta que la emoción se le enrosca en los adentros, no todo estará perdido para la especie humana, según la escolástica la única capaz de sentir emociones, con permiso de animalistas, mascota adictos, y otros figurantes a los que sólo falta ladrar. Para bien y para mal pertenezco a la especie humana. Nadie me dio a elegir, aunque si, analógicamente, aplicáramos las teorías de la ideología de género, mañana mismo podría decidir ser un ornitorrinco, inscribirme como tal en el oportuno registro y sacar la lengua a la rabisalsera de hacienda porque no hay ningún impuesto cuyo sujeto pasivo sea tal animalito. O sí. En fin, que, como les decía, mirando al mar soñé que todos nuestros males se aventarían con el año. Porque, circunspecto y tontorrón, me dije que cuando las cosas están tan mal, sólo pueden mejorar, olvidando temerariamente las advertencias del viejo Murphy. Y pasó, claro, lo que tenía que pasar. No soy tan sádico como para volver otra vez a recordarles la aciaga sesión del Congreso en que se consumó la traición más desvergonzada de la historia reciente por la que se consagró como profeta del nuevo tiempo al fugitivo de la fregona en la cabeza y tampoco soy tan engreído como para atreverme a vaticinar qué sucederá en adelante, pero sí lo suficientemente avisado como para intuir que estamos sólo al principio y que el camino emprendido tiene toda la pinta de llevarnos directamente al despeñadero si no echamos a tiempo el freno.
¿Y el cuarto poder? pues eso, tragando a «portavozas» y malencarados ministros de estreno que, o no responden, o lo hacen repitiendo consignas tontorronas en lugar de dar la información a la que están obligados y admitiendo, incomprensiblemente, «ruedas de prensa» sin derecho a roce. ¿Será este año, al fin, el del portazo al despotismo informativo?
Año nuevo, dicen. Pero no. El presidente alegre y confiado sigue con el mando a distancia apoyando a su ministro-muñeco el correveidile, mientras le siga siendo útil para encandilar a Oteguis, Puigdemones, Nogueras, Aizpurúas y demás carantamaulas mientras la vicepresidenta, en funciones de cuentacuentos, busca bolitas en las playas de Galicia, a ver si consigue ensamblarlas en un rosario de infamias que justifique su malaventura podemita. Dice una querida amiga mía que Pedro Sánchez es un crack. Igual tiene razón pero que esté avisado porque las «mantis religiosas» –busca bolitas– gustan de zamparse a los crack después de engatusarlos. Avisado queda.
Mañana la bahía volverá a incendiarse al atardecer. Año nuevo. Vida vieja.
- Alfredo Liñán Corrochano es licenciado en Derecho