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03 de julio de 2024

TribunaIgnacio García de Leániz

Kafka entre nosotros

Pero hoy, cien años después, Kafka y su castillo nos ofrecen también claves interpretativas para entender el abuso del poder político entre nosotros, la proliferación de los procedimientos burocráticos ciudadanos

Actualizada 01:30

Es Kafka a los cien años de su muerte, el escritor más afamado e interpretado del siglo XX. Y sin embargo no hay autor más desconocido y enigmático en su persona y obra, como si la fama sobrevenida no le fuera –como apuntaba Rilke sobre Rodin– «sino la suma de todos los malentendidos alrededor de un nuevo hombre». Tal que uno de sus famosos malentendidos que pueblan sus relatos cortos. Y desde esta perspectiva poliédrica, podemos acudir a la concepción política que ofrece su novela El Castillo, que tanto deslumbró a Hannah Arendt. Y que, sin duda, anticipa las costuras políticas que poco después iba a mostrar ese siglo pasado con la invención de los totalitarismos con los que Fackenheim declaró que «lo imposible fue hecho posible». Pero hoy, cien años después, Kafka y su castillo nos ofrecen también claves interpretativas para entender el abuso del poder político entre nosotros, la proliferación de los procedimientos burocráticos ciudadanos, y la creciente desatención de los servicios públicos de los cada vez más desamparados meros contribuyentes.

Recordemos su temática: el hombre K. (K. somos usted y yo, lector, todos en suma ciudadanos de a pie que como él «quieren ser libres») intenta acceder al castillo al que le han convocado para realizar, aparentemente, un encargo profesional de agrimensura. Ha viajado hasta la fortaleza, dejando su familia, con ese concreto cometido: medir las tierras del castillo del conde Westwest. Y sin embargo, desde el mismo comienzo en la posada, K. sufre toda una serie de contratiempos y sinsentidos generados por el omnímodo poder que emana del castillo que le impide realizar su cometido; complementariamente una burocracia asfixiante por absurda le lleva de aquí a allá y hace imposible obtener los permisos necesarios para no se sabe bien qué. En esa maraña de laberintos tortuosos, K. (usted y yo) va perdiendo su capacidad de comprensión y dignidad en una metamorfosis que le quiere convertir en el «hombre absurdo» con ese divorcio cruel entre lo que él desea (realizar su trabajo) y el universo del castillo que le impide llevarlo a cabo. Pocos años antes del relato, Kafka anotaba en su cuaderno azulado el siguiente aforismo que anticipa el drama de K : «El camino es infinito. Como un camino de otoño: lo acaban de limpiar y ya está otra vez cubierto de hojas secas». Pero, y ese es el gran descubrimiento de Kafka, aquí el camino de otoño no es la Naturaleza sino una obra política y burocráticamente humana, específicamente diseñada por unos hombres rectores contra otros hombres subordinados. La lucha sin desmayo de nuestro protagonista K. «barriendo las hojas» una y otra vez contra lo inhumano del poder del Castillo, es la lucha por hacer el mundo habitable donde poder trabajar y amar cada uno de nosotros. Esa es la pretensión titánica de K. que, como Arendt lúcidamente vio, es el modelo de hombre común de «buena voluntad» que intenta reconstruir un mundo defectuoso dado por el poder político enemigo del ser humano impuesto «dese arriba».

Sería un grave error creer que el universo político y antropológico anticipado por Kafka pertenece solo a nuestros peores pasados totalitarios. Hay también en nuestra realidad política actual sin ir más lejos un claro distanciamiento incomunicable entre las elites rectoras que no rinden cuentas y que diseñan unos procedimientos burocráticos inextricables (léase procurar un sencillo billete de tren a través de la web de Renfe o cualquier trámite administrativo con la Seguridad Social), bajo una administración «ausente» sin mayores explicaciones desde la pandemia. Y junto a ello, la universalización de la mentira en el discurso público nuestro que como el capellán de El Proceso nos ordena no preguntar por la verdad, «pues no es necesario aceptar todo como verdadero, uno debe aceptarlo como necesario». A lo que K, responde con estas palabras tan explicativas de los tiempos que vivimos: «Triste conclusión que hace de la mentira principio universal». Ante todo ello, ante las crecientes amenazas asfixiantes que sufrimos los «hombres y mujeres K., Kafka nos provee de una razón para actuar desde la buena voluntad para modificar el actual estado de cosas, según las bellas palabras que le dedica Arendt, cuando nos apela a que «cualquiera puede ser este hombre de buena voluntad, todos pueden serlo, quizá tú mismo, yo misma».

Ese mismo Kafka que había escrito hacia la Navidad de 1916, un aforismo que en los momentos más oscuros de la vida nos da otra razón de esperanza todavía más honda:

«Un primer signo de conocimiento es el deseo de morir (…) Ya no se siente vergüenza por querer morirse y uno pide que le saquen de su antigua celda que odia y lo lleven a otra nueva, que aprenderá a odiar a su vez. Pero, sin embargo, un resto de fe le permite todavía creer que durante el traslado el Señor pasará casualmente por el pasillo, mirará al prisionero y dirá: «A ése no le volváis a encerrar. Éste se viene conmigo».

Todo eso y muchas cosas más podemos aprender de su lectura ahora a los cien años de la muerte de este gran «anticipador» nuestro.

  • Ignacio García de Leániz es profesor de Gestión de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares
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