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TribunaIgnacio García de Leániz

Clint Eastwood y el rescate del padre

Actualizada 01:30

Para conocer bien una época –y sus quejumbres y disfunciones más íntimas– conviene fijarse no tanto en lo que se habla, sino en los temas que se silencian y evitan en el discurso público. Y uno de los asuntos capitales silenciados es la desaparición tanto real como simbólica de la figura del padre entre nosotros. Lacan, hace ya algunas décadas, habló ya de la «evaporación del padre» en nuestro tiempo. Y más recientemente Claudio Risé desde Italia se hace eco de esa aniquilación nada inocente de la figura paterna que denomina en un libro indispensable del mismo título (El ausente inaceptable) cuya ausencia revela graves patologías y el vacío estructural de nuestra sociedad. Así, en España, hay un millón y medio de hogares donde no se celebra el Día del Padre: no lo hay, no existe, no está. Por otra parte, el INE nos avisa que son las familias monoparentales –en los que sólo hay madre– las que más aumentan. Queda así desleída la función simbólica del padre que hace de puente con el mundo, la norma e ideal, y enseña al hijo la «herida paterna» de la desvinculación necesaria de la unión simbiótica y narcisista con la madre. El padre es pues principio de realidad y generador de la «mentalidad adulta».

Pero en medio de este silencio surge con luz propia la obra cinematográfica de Clint Eastwood –nada menos– recién cumplido sus 94 años, como una prueba de que la inteligencia –como el espíritu– sopla donde quiere. Varias de sus mejores obras inciden y muestran precisamente la necesidad del retorno del padre (como Ulises al reencuentro de Telémaco) y el carácter indispensable de su presencia, bien que adoptando nuevas formas imaginativas de ejercer esa paternidad necesaria. Me refiero por ejemplo a obras tan acabadas como Sin perdón, Un mundo perfecto, Poder absoluto, Million Dollar Baby y Gran Torino, cuyo elemento común es el retorno de la función paterna –que no patriarcal– para conducir la inserción del hijo (real o vicario) en la selva selvaggia de la realidad.

Sin perdón (1992) nos muestra a un padre viudo de dos hijos con un pasado criminal, que ha de abandonar por la peste porcina la pequeña granja en la que cría a sus hijos para volver a matar y recibir un dinero con el que poder sacar adelante a su familia. Se despide de ellos –como Héctor, guerrero sin yelmo de su pequeño Astianacte– para volver al cabo de los meses y poder llevar a sus hijos a California, lejos de tierras ensangrentadas sin ley. Es el padre, nos dice Eastwood, quien redimido por su esposa, guía, conduce y provisiona a su progenie. Sin él (como sin Héctor) queda el mundo inhabitable, caótico, amorfo sin ley.

A su vez, esa pequeña joya que es Un mundo perfecto (1993) incide en la nostalgia del padre perdido y ausente tanto por el secuestrador prófugo (Kevin Costner) cuanto por el pequeño rehén. Todo su viaje iniciático va en búsqueda de un reencuentro con los dos padres perdidos, uno en Alaska y otro no se sabe dónde. Y donde el propio Clint Eastwood nos revela en su papel de sheriff torturado su grave culpa personal de haber separado a un entonces adolescente Kevin Costner de su padre delincuente. El padre, nos viene a decir nuestro director, es absolutamente necesario (por complementario de la madre) más allá de sus conductas reprochables y extirparle o considerarlo «eliminable» es truncar el saludable desarrollo de la progenie. Precisamente como ejerce Kevin Costner una «paternidad vicaria» con su pequeño copiloto.

En una obra posterior, Poder absoluto (1997), Eastwood desarrolla una nueva antropología del padre. El ladrón de joyas que interpreta no tiene trato aparente con su hija fiscal. Esta ha cortado su relación con él dado su profesión indeseable. Sin embargo, el personaje de Eastwood sigue ejerciendo una «paternidad invisible» a distancia, tal que hacen actualmente tantos miles de padres privados de sus hijos. Y la guía y protege sin ella saberlo. La reconciliación final surge cuando precisamente la hija se hace cargo de que la ausencia de su padre es ciertamente inaceptable como nos indicaba Risé, por más que este no sea modélico.

Todo ello se ve en ese gran tratado de la paternidad necesaria que es Million Dollar Baby (2004). Cuando la joven boxeadora entra en el gimnasio de Frankie Dunn (Eastwood), va en busca de un entrenador pero al mismo tiempo de un padre simbólico que restaure la función de su progenitor fallecido, y le custodie en este caso del marasmo vital en que viven su madre y hermanos. Toda la paternidad vicaria que ejerce con ella Eastwood (enseñar boxeo como profesión, educarla, guiarla y ampararla) restituirá la autoestima perdida de su pupila-ahijada. Todo el drama –y las redenciones personales– que nos muestra la obra, se apoyan en la imperiosa necesidad de restaurar al padre, rescatando su figura real y simbólica.

Este rescate de la indispensable función paterna alcanza acabada expresión en Gran Torino (2008), en la que Walt Kowalski (Clint Eastwood), un trabajador jubilado de Ford que ha enviudado recientemente, establece un vínculo paternal con el inseguro y tímido vecino Thao, tentado y acosado por el mundo pandillero. Kowalski le enseñará un camino además de otorgarle el sentido de filiación: incorporarse al mundo del trabajo, primero en su jardín, luego en la construcción. La función simbólica de su paternidad se resume en algo tan básico como crucial: sacar del infantilismo al hijo y estar dispuesto a pagar el precio por ello.

Y es que Clint Eastwood se ha dado cuenta como ningún otro director de que para sanar nuestra sociedad enferma de narcisismo infantil, cultura de la queja, agresividad y violencia es condición necesaria el retorno y rescate de la figura paterna. Ese padre humilde, consciente de sus límites, alejado del padre-amo, que responde a su hijo que le está esperando con aquellas aladas palabras de Ulises a Telémaco: «No soy ningún dios (…). Soy tu padre, por quien gimes y sufres tantos dolores.» Como están gimiendo sin saberlo tantos hijos lejos del padre en nuestro tiempo desajustado. Sabio Clint Eastwood.

  • Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Gestión de Recursos Humanos Universidad de Alcalá de Henares
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