La plegaria de piedra
Pero también se me ocurrió pensar, lo que podría ocurrir si triunfaran tantos intentos actuales de abolir nuestra civilización, concretamente de la occidental, la presencia del cristianismo en todas sus manifestaciones. Qué ocurriría si no existieran la Catedral de Notre-Dame, de Burgos o de Colonia
He ido hace unos días a «la ciudad de los prodigios», como la llama Eduardo Mendoza; o sea, a Barcelona. Y por mucho empeño que los separatistas pongan en hacerla perder su merecido título de «palacio de la cortesía», he vuelto a sentir sobre mí el velo dorado y confortable de la amabilidad y la buena acogida. Después de muchos años, quería ver cómo iba ese proceso continuo de elevación de una plegaria de piedra hasta el cielo que, desde luego, es también un prodigio del sueño de un verdadero artista. Gaudí ha sido capaz de materializar en 'la Sagrada Familia' eso que Moeller dijo acerca de una verdadera expresión artística: «nos pone en un estado de recogimiento, nos hace penetrar en esa zona del alma donde las realidades invisibles y espirituales nos parecen las únicas verdaderas». Porque «la vía de la belleza es un recorrido privilegiado y fascinante para acercarse al misterio de Dios», como afirma Benedicto XVI. Gaudí no duda en enfrentarse a ese misterio que es Dios mismo, sin obviar meterse en la insondable dificultad que supone la realidad de las tres personas divinas que expresamos como Santísima Trinidad y que nos señala la belleza de lo necesariamente relacional que entraña el verdadero Amor.
El escultor japonés Etsuro Sotoo, que ha ido completando los grupos escultóricos de las fachadas del templo, ha experimentado, a medida que trabajaba en ellos, un proceso de conversión al cristianismo. Porque como ha concluido mi amigo el teólogo Alfonso Crespo: «En la Sagrada Familia hay un proceso de ascensión —nacimiento-muerte-gloria—. Una confesión de fe escrita en piedra». Y es lógico que ese proceso pueda atrapar a cualquier persona con sensibilidad artística.
Podría seguir hablando de ese monumento mucho más, porque es tal la cantidad de emociones diversas que despierta, en todos los sentidos, como lo son las múltiples manifestaciones de belleza que existen en el universo. Como las que suscita un bosque, dada su inspiración en la naturaleza, o las vibraciones de un himno de alabanza a Dios, en la que cada piedra es una estrofa. Pero me interesa ahora fijar la atención en la capacidad atractiva de una catedral como esa que, aunando el simbolismo místico del arte gótico con la modernidad vigente del momento en que nace, convoca a gente del mundo entero a su alrededor y justifica largos viajes para contemplarla y vivirla. Estuve un buen rato en silencio sentado en su nave central. Y mis intentos de recogimiento a veces se sentían frustrados al comprobar que, por delante de mí, circulaban gente de todas las partes del mundo. Aunque confieso mi incapacidad de distinguir a un coreano de un tailandés, notaba la enorme variedad humana existente en nuestro planeta. Pero también se me ocurrió pensar, lo que podría ocurrir si triunfaran tantos intentos actuales de abolir nuestra civilización, concretamente de la occidental, la presencia del cristianismo en todas sus manifestaciones. Qué ocurriría si no existieran la Catedral de Notre-Dame, de Burgos o de Colonia; si no existieran la novena de Beethoven, el Mesías de Haendel o las Cantatas de Bach; si no se hubieran pintado nunca los ojos llorosos del Expolio del Greco o esculpido la mirada del Moisés de Miguel Ángel. Las Catedrales del llamado barroco colonial de México o de Bolivia, conviven en el tiempo y suceden a las pirámides de Tenochtitlan, o a la Puerta del Sol de Tiahuanaco, aunque no sé si a alguno de los actuales presidentes de esos países les gustaría reconvertirlas o destruir dichas catedrales, por haberse erigido cuando eran una extensión de España —que no colonias— en épocas pasadas y fructíferas.
Pero despertando de nuevo en mi banco de la Sagrada Familia, me acabo de enterar, en su museo, que es la iglesia más visitada del mundo después de la del Vaticano. Y me emociona pensar que es precisamente obra de una persona excepcional que vivió pobre y murió pobre, aplastado por un tranvía, y que probablemente por su anonimato y vestimenta no fue atendido con la celeridad deseada en una clínica adecuada. Me asombra pensar cuántas horas pasaría Gaudí en ese sombrío cuartucho con una sencilla mesita, que se reproduce en el museo, aunque la riqueza de lo que en su mente proyectaba seguro que iluminaba sobradamente sus días.
Pero lo más importante de todo, es darse cuenta que son los discretos valores humanos y sobrenaturales de su autor, los que han sido capaces de perpetuar en piedras, en vidrieras, en los humildes «trencadis», confeccionados con piezas de cerámica de desecho, esa sinfonía coral de alabanza a Dios. Esos valores se incorporan e inspiran esa sinfonía, que él concibe no como una obra personal, sino colectiva, demorada en el tiempo, aunque sin dejar de prestarle su asistencia proyectada hacia el futuro, dejándole la herencia de su concepción original y que permiten volver al origen. Estamos en presencia de una obra de arte riquísima, concebida con la humildad propia de un verdadero santo.
- Federico Romero Hernández es jurista