Hacia una sociedad perfecta
Siglo XXI. La inteligencia artificial nos promete, de nuevo, la sociedad perfecta: todo ocio, todo fácil, todo accesible. Y, de nuevo, les da igual el «precio» a pagar: probablemente la libertad y la dignidad humanas
Siglo V a.C. Ante la humildad de Sócrates, quien solo sabía que no sabía nada, se alzó la de su desagradecido discípulo (siempre hay al menos uno), Platón, aristócrata y atleta olímpico, quien decía que lo sabía todo: «Al final me di cuenta de que todas las ciudades de entonces estaban mal gobernadas». Paralelo a su empeño teórico de alcanzar los ideales (como el de justicia, el bien) a través, claro, de él mismo y de los impolutos Guardianes (que vivían en común y tenían a sus mujeres y niños en común, como no) de su perfecta, peroiinexistente República, donde la propiedad privada quedaba relegada para los inferiores, se desarrollaron sus reiterados fracasos en asesorar al dictador de Siracusa, Dionisio II, para convertirlo en el perfecto rey-filósofo.
Siglo XIX. Marx, siguiendo la estela de Rousseau (buen salvaje, propiedad privada como origen de todos los males), Darwin (el hombre no es un ser especial ni divino, pues somos una especie más de primate) o Hegel (no hay nada mejor que un súper Estado prusiano fuerte; ya vimos lo que pasó con esto poco después); y en la línea de Newton (el Universo se rige por reglas mecánicas simples; con el permiso luego de Einstein, claro, y de la física cuántica) y de Freud (el hombre no es libre, sino es esclavo de sus represiones y frustraciones varias), cree posible alcanzar, a lo Platón, la sociedad perfecta, la comunista, a la que se llegará a través de la violencia (Gramsci lo cambia por «educar» para que todos acaben pensando así; pero, ay de aquellos que no aprendan…) y, claro, la expropiación. Diversos experimentos estatistas durante el s. XX (nazismo y comunismo incluidos) demostraron que tampoco ese era el camino, a pesar de que en el s. XXI siguen con esta matraca pasada por el cedazo de Marcuse.
Siglo XXI. La inteligencia artificial nos promete, de nuevo, la sociedad perfecta: todo ocio, todo fácil, todo accesible. Y, de nuevo, les da igual el «precio» a pagar: probablemente la libertad y la dignidad humanas. Es admirada (como hace unos años blockchain y hace algunos más, internet, a los que ahora se les quiere poner cerco por los desmanes de la deep web o de OnlyFans) como «solución a todo» por los que ven en los ODS la «tierra prometida», el lugar perfecto,… para poder controlar. Y ahí están de acuerdo los estatistas y los plutócratas: tú señala los objetivos, que yo te doy la herramienta; que la gente no sabe lo que quiere en sus vacías vidas: se las vamos a seguir llenando, como siempre, de ilusiones inalcanzables, los cegaremos al sacarlos de la caverna y les diremos, claro, cómo deben proceder.
Pero, al igual que Marx o que Platón, los nuevos «gurús» descuidan un ingrediente básico: la miserable condición humana, ejemplarizada por «la Gran Caída» en el Génesis, también compendiado en su forma actual en el s. V a. C. La vemos todos los días cuando nuestros «sabios políticos» que nos guían hacia un «mundo mejor» (espero en el más acá y no en el más allá) son incapaces de contener la inseguridad ciudadana, que las personas sean cada día más adictas a drogas y ansiolíticos y estén más solas o simplemente que los trenes lleguen puntuales. Unos moiseses de pacotilla. Parece mentira que la «moderna» sociedad de nuestro siglo siga creyendo en cuentos y en quimeras, mientras, abobadamente, devoran series (ya lo dijo Byung-Chul Han), se dejan perder en mundos virtuales, introducen compulsivamente su tarjeta de crédito para viajar o comer más, más rápido y barato, o pierden su alma en sus móviles, ofreciéndose o pagando por que otros se les ofrezcan; los nuevos esclavos de los hunos y de los hotros. El fruto de que durante dos siglos nos hayan convencido de que no somos el centro del Universo (Copérnico), sino simples primates que nos dejamos llevar por nuestras represiones en un mundo físico, con reglas mecánicas y materialistas. Tú no eres nadie especial, como en el detestable multiverso de Marvel, así que sigue al rebaño.
Y el mundo sigue rodando, impasible, de espaldas a quien recuperó la memoria de Sócrates, Aristóteles, ambos partidarios de una sociedad democrática, donde quepa el diálogo y que «vaya tirando», que es a lo máximo que, siendo realistas, podemos aspirar. Mientras, los aprendices de brujo de la política sueltan desde sus púlpitos recetas mágicas de siempre para ganarse el favor de la plebe anestesiada (y que les da de comer), como «vivienda para todos», «el fin de las desigualdades», «expropiación masiva de los ricos», carpe diem, «más (días de) fiesta», acompañado, claro, de prohibiciones, multas, sanciones, y todo lo que se les ocurra desde que tienen el monopolio de la fuerza para reprimir a los «no convencidos», que deberían ser reeducados (a lo «Un día perfecto» de Levin). Eslóganes facilones que son, desde luego, mucho más atractivos para gente vaciada (y víctima de un sistema que cada vez funciona peor), que aquello que ha permitido que hayamos llegado hasta aquí civilizadamente, como: esfuérzate y ahorra, cumple los contratos, paga tus deudas, sé honrado y respeta a la persona y el patrimonio de los demás, procura hacer bien lo que dependa de ti, forma una familia, piensa en el mañana, crea un patrimonio que garantice tu seguridad, vida y libertad y las de tu prole.
En fin, cree en el más allá, de manera que hagas que la vida aquí, con sus insoslayables glorias y miserias, valga la pena, como ya advirtió hace siglos San Agustín. Lo siento, llevar una vida virtuosa no es compatible con creer en cuentos, Caperucita.
- Sergio Nasarre Aznar es catedrático de Derecho civil