Excitante mundo multipolar
Si EE.UU. deja caer a Ucrania, países como Japón, Corea del Sur o Taiwán tendrán que reconsiderar sus alianzas. ¿Podrá seguir EE.UU. vendiendo a sus socios armamento que, como ha ocurrido con sistemas anti-misiles ucranianos, puede ser desactivado electrónicamente desde Washington?
La opinión que tenía el conde Ciano –ministro de Exteriores de Mussolini– sobre los europeos degenerados y blandengues no difería mucho de la de Trump y Putin: «Ingleses y franceses no lucharán: son los hijos decadentes de una larga serie de generaciones apoltronadas». De hecho, en cierto modo la Segunda Guerra estalló por un error de cálculo de Hitler sobre la «decadencia europea»: creyó que Chamberlain y Daladier claudicarían indefinidamente porque sus pueblos, reblandecidos por siglos de democracia, eran ya incapaces de combatir («Nuestros enemigos son gusanos: los vi en Múnich»). Pero he aquí que los afeminados herederos del apolillado liberalismo encontraron todavía energía para luchar por la libertad. Y los que terminaron muy mal fueron los viriles caudillos del Nuevo Orden.
La situación actual no tiene ¿aún? el dramatismo de la de 1938, pero es indudable que se están produciendo realineamientos históricos. La genial estrategia transaccional del Gran Negociador ha consistido hasta ahora en aplicarle la máxima presión a Zelenski (incluyendo la encerrona del Despacho Oval y la retirada de cooperación de inteligencia que permitió a Rusia bombardear a placer y recuperar casi todo lo perdido en Kursk) y ninguna a Putin. Este último, naturalmente, se ha despachado con una lista de exigencias maximalistas: anexión a Rusia de las provincias de Crimea, Donetsk, Jersón, Zaporizhia y Lugansk (sólo la de Crimea es controlada totalmente por sus tropas; en las demás, Putin intenta conseguir en los despachos la posesión total que no ha logrado en el terreno de juego), finlandización de Ucrania, veto a una fuerza europea de interposición, miniaturización del ejército ucraniano. La única protección de Ucrania frente a una repetición de la invasión dentro de unos años sería el «respeto personal» que Putin le tiene a Trump, se nos dijo en el Despacho Oval. Un Trump de 78 años cuyo mandato terminará dentro de tres y medio (pues la Constitución y la biología rigen incluso para los líderes carismáticos).
En pocas semanas saldremos de dudas: si Trump no aplica a Rusia medidas de presión equivalentes a las que ha asestado a Ucrania, quedará definitivamente claro que su designio es dejar en bandeja el país a su amigo Vladimir, mientras EE.UU. pesca a río revuelto las famosas tierras raras. Los presidentes que realmente hicieron grande a América –los Roosevelt, Truman o Reagan– se hubiesen avergonzado de esta traición ventajista a un aliado en graves apuros. Pero ahora se nos dice que la defensa mundial de la libertad por EE.UU. era globalismo belicista, que todo eso está superado, que ahora vivimos en un mundo multipolar muy complejo, en el que no hay buenos ni malos. Que el orden internacional basado en reglas era una mentira liberal, que hay que volver a la Realpolitik, al dominio del más fuerte y al «might makes right». Que cada nación busque el máximo beneficio para sí, y que Dios reparta suerte.
Pero el matonismo chauvinista que Trump viene desplegando en su política exterior ni siquiera beneficiará a EE.UU. El rearme arancelario ya ha provocado un desplome de la Bolsa. Los trumpistas dicen que la actitud benévola hacia Rusia es una jugada genial a lo «Nixon en China», sólo que invirtiendo los papeles (entonces el enemigo potente era la URSS y China el adláter al que había que ganarse). Se equivocan. Las afinidades entre Rusia y China son muy profundas: ambas son autocráticas; ambas consideran la democracia y los derechos humanos basura decadente; ambas saben que el enemigo es Occidente, por eso suscribieron un importante documento ideológico el 4 de febrero de 2022, en vísperas de la invasión de Ucrania. Los suministros chinos (además de los iraníes y norcoreanos) han permitido a Rusia sostener su esfuerzo de guerra. La cooperación militar entre ambas es cada vez más relevante.
Incluso EE.UU. necesita aliados. Si EE.UU. deja caer a Ucrania, países como Japón, Corea del Sur o Taiwán tendrán que reconsiderar sus alianzas. ¿Podrá seguir EE.UU. vendiendo a sus socios armamento que, como ha ocurrido con sistemas anti-misiles ucranianos, puede ser desactivado electrónicamente desde Washington? ¿O quién querrá enchufarse a un Starlink que Elon Musk puede apagar en una ventolera? La credibilidad estratégica, soft power y reputación internacional de EE.UU. han recibido daños graves en pocas semanas. Y todo esto terminará afectando al interés nacional estadounidense, convertido por MAGA en principio único.
China se frota las manos ante el nuevo orden «realista» y «multipolar». Si la inviolabilidad de las fronteras ya no es sagrada –como parecen presuponer los envites trumpianos hacia Groenlandia o Panamá–, China tendría manos libres para resolver de una vez por todas el problema de Taiwán (sin olvidar a Singapur, en cuya población son mayoría los chinos Han). Si EE.UU. no está dispuesto a ejercer la disuasión en el borde oriental del territorio OTAN, ¿cómo va a ejercerla en el Mar de China Meridional?
Los profetas de la novedad y el realismo geopolítico nos pueden estar llevando de vuelta a un mundo muy antiguo: el de los imperios autocráticos y las zonas de influencia. EE.UU. podría conformarse con América, como Monroe (de ahí la nueva obsesión ártica, canadiense y centroamericana), mientras Rusia recibiría luz verde para intentar reconstruir la vieja esfera soviética y China para enseñorearse de Asia oriental (no en vano siempre se consideró «Imperio del Centro»).
En ese feliz nuevo mundo multipolar, ya desembarazado del caduco Derecho internacional y demás engaños globalistas, el pez grande se comería al chico y la única ley sería la razón de Estado. Si desaparece la OTAN y se cierra el paraguas protector norteamericano, los países que aprecien su pellejo deberán correr a dotarse del arma atómica. Polonia, Alemania o Corea del Sur ya lo están considerando. Del aburrido mundo bipolar de la no proliferación al excitante tablero nacionalista-multipolar de las patrias nuclearizadas.
¿Y Europa? Llega para ella el momento de la verdad. En estos días se han celebrado grandes concentraciones pro-UE en Roma, Bucarest, Budapest, Belgrado… Sí, Europa tiene problemas –del invierno demográfico al dogmatismo woke, de la adicción al «gasto social» a la insuficiente inversión en Defensa–; pero, con todas nuestras debilidades, seguimos siendo el lugar del mundo en el que impera el rule of law, la fuerza del Derecho, esa antigualla, única alternativa al derecho de la fuerza. Europa sigue siendo el lugar del mundo en el que «si suena el timbre a las seis de la mañana, es el lechero». Por eso gente de todo el planeta quiere venir aquí (lo cual es de por sí un problema que habrá que gestionar mejor) y nadie quiere ir a Rusia o China. Es significativo que, ante la deriva estadounidense, Canadá o Australia hayan manifestado interés por una colaboración más estrecha con Europa.
Los franco-británicos de 1939 ya parecían decadentes, pero hicieron morder el polvo a los autócratas del Orden Nuevo. A nosotros se nos pide mucho menos: no que desembarquemos en Normandía, sino que impidamos que caiga Ucrania, elevemos por fin el gasto militar a un 3% del PIB, creemos mecanismos de coordinación diplomática y militar más eficaces, nos desprendamos de la basura woke y del suicida milenarismo energético-climático… Es ahora o nunca.