Cuanto más religioso me vuelvo, más despolitizado me encuentro
Lo cual no quiere decir que la espiritualidad católica me haga estar absolutamente desconectado de la política, pero sí que me disuade de permanecer hiperconectado a ella
Cuanto más me empapo del amor de Dios misericordioso, más despolitizado me encuentro. Creo que esto sucede porque la obsesión con la política es una de las religiones paganas de nuestro tiempo, del mismo modo que lo son las obsesiones con múltiples y variopintos aspectos de la realidad; como lo es afanarse en exceso al trabajo, al cuidado del cuerpo, de la ecología y a demás esferas de la vida cotidiana.
Estas órbitas de la realidad (la política, el trabajo, la salud, el cuerpo, el medioambiente, etcétera), para más inri, son cosas buenas y necesarias, pero la modernidad nos aboca a rendirles un culto desaforado; lo que propicia que se conviertan en vicios disfrazados de virtud (o medias verdades), y por consiguiente, en los más engañosos, dado que si careciesen de ápices de virtuosidad, no resultarían tan convincentes. Si fuesen malos en su totalidad, nocivos en toda su desnudez (como matar, robar o consumir drogas), no sería tan difícil identificarlos.
Por algo, decía Sir William Shakespeare, a través de uno de sus personajes de Romeo y Julieta, que a la virtud del vicio una enclenque aduana los separa. Esto me recuerda al mensaje de la parábola del trigo y la cizaña, donde el trigo (que representa el bien) crece muy cerca la cizaña (véase del mal), y viceversa; cosa que permite que el pecador se encuentre siempre muy cerca de la redención, pero, también, que «el virtuoso» caiga con facilidad en el pecado. Ahora bien, la posibilidad de redimirnos —por pecadores que hayamos sido— prevalece, por mucho que tengamos que estar prevenidos de no caer en la tentación.
Así pues, ¿qué calificativo le podemos atribuir a estos vicios disfrazados de virtud (o medias verdades)? El apelativo más atinado me parece sofisma, que consiste en partir de una premisa verdadera para llegar a una conclusión falsa. Por ejemplo, reconocer que, sin el sol o a falta de agua no podríamos vivir, para concluir que sendos elementos son dioses; o admitir que hay miserias y desigualdades sociales en el mundo, para ofrecer el socialismo como solución; o sentenciar que el capitalismo sin reglas es maravilloso, porque el comunismo es perverso; o detectar las deficiencias de la democracia parlamentaria, como pretexto para justificar la tiranía; etcétera…
Estos últimos ejemplos de sofismas son bastante esclarecedores, porque nos ayudan a comprender —de forma muy pedagógica— en qué consiste partir de una premisa verdadera para llegar a una conclusión falsa; lo cual pavimenta el camino hacia los vicios disfrazados de virtud (o medias verdades).
Los sofismas, a mi modesto entender, están presentes en casi todas las filosofías e ideologías modernas. Todas ellas parten de premisas verdaderas para llegar a conclusiones falsas. Descartes, Hume, Leibniz, Kant y Hegel dijeron cosas interesantísimas, pero ello no quita que las verdades que predicaron nos indujesen a mentiras tapizadas de erudición intelectual (valga la redundancia). El comunismo, el socialismo, el libertarianismo, el liberalismo o el fascismo denuncian problemas reales, para, acto seguido, ofrecer soluciones equivocadas; unas en mayor medida que otras, pero igualmente erróneas, porque negar esto, también, sería un sofisma (ojo al dato).
Del mismo modo que los sofismas se encuentran presentes en casi todas las filosofías e ideologías modernas, también, lo están —como he dicho al principio de este artículo— en los hábitos que desempeñamos en nuestra vida cotidiana; véase en la obsesión con el trabajo, con el cuidado de la salud, del cuerpo y del medioambiente, con la política, etcétera. Estos aspectos, por buenos y necesarios que sean, al rendir nosotros ante ellos un culto desaforado (que incluso, en ocasiones, raya la idolatría), terminan degenerando en vicios disfrazados de virtud, en medias verdades, en presupuestos verdaderos que sirven para justificar conclusiones falsas (es decir, sofismas).
En resumen, son las religiones paganas de nuestro tiempo, por la importancia sobredimensionada que les damos y por la obsesión con que las vivimos. Por esta razón, precisamente, cuanto más religioso me vuelvo, más despolitizado me encuentro; lo cual no quiere decir que la espiritualidad católica me haga estar absolutamente desconectado de la política, pero sí que me disuade de permanecer hiperconectado a ella.
Creo que el exceso de tiempo que pasamos delante del teléfono móvil contribuye a ello en buena medida, aunque es un problema que ya existía de antes. No es el origen de este, pero sí que lo exacerba, hipertrofia, agrava y recrudece. Alimenta la obsesión, luego acrecienta la idolatría.
También, la obsesión con la política nos mantiene enfrascados o estabulados en estúpidas lides, en un permanente estado de confrontación hegeliana del que se benefician las élites partitocráticas. Hay una metáfora bien conocida que retrata a unas hormigas negras y rojas en el interior de un tarro de cristal, y que nos revela que, si nadie lo agitase, estas no se pelearían entre ellas; para concluir con la pregunta de quién ha agitado el recipiente. Pues bien, me siento conminado a despejar la incógnita: la dialéctica de Hegel, quien sentenció que el progreso consiste en el resultado de una lucha entre la tesis (lo que hay) y la antítesis (una respuesta contraria a dicha tesis, a lo que hay), resultado del conflicto al que calificó como síntesis; y tal síntesis pasaría a constituir la nueva tesis, a la que le surgiría una antítesis y del choque entre ambas, brotaría otra síntesis; y así, sucesivamente…
La obsesión con la política —y con las demás órbitas de la realidad que he citado con anterioridad— nos arrastra a vivir enrocados en un submundo virtual, irreal, en el que damos prioridad a cosas de una importancia secundaria, lo que conlleva que dejemos las prioritarias aparcadas en el vacío de la irrelevancia. Lo que de verdad importa —la adoración a Dios, la veneración a María, la familia, la amistad, el amor, la caridad, la misericordia hacia el débil y el marginado, el aliento a los enfermos— lo reemplazamos por estólidas preocupaciones mundanas (como el politiqueo, la búsqueda compulsiva de una apolínea figura, el «exitocentrismo» profesional, la resiliencia, la sostenibilidad, etcétera).
El filósofo y periodista alemán Alexander Grau alumbra, en su libro Hypermoral, el concepto de «humanitarismo abstracto», el cual consiste en preocuparse en exceso por los grandes problemas del mundo y en descuidar los que están a nuestro alcance, véase el abandono del «humanitarismo concreto». Dicho autor incide en que «ya no nos preocupamos por el prójimo, pero se tienen unos ideales más grandes respecto a la humanidad»; a lo que agrega que «mandamos a los abuelos a las residencias de ancianos porque son un estorbo para nuestra vida diaria; pero vamos a las manifestaciones en favor de una justicia mundial». Y he de concluir este renglón incidiendo en que la deificación de la política nos aboca a esto.
Fiódor Dostoievski corroboró lo expuesto, con una claridad impecable, a través de la siguiente cita, extraída de su novela Los hermanos Karamazov: «Cuando más amo a la humanidad en general, menos amo a la gente en particular». También, lo hizo Alexis de Tocqueville en estos términos: «Dios no piensa en el género humano en general. Ve separadamente a todos los hombres, y percibe a cada uno de ellos con los parecidos que lo acercan a todos y con las diferencias que lo separan».
Parafraseando a Adam Zagajewski, demasiada ideología nos disuade de mimetizarnos con la alegría, el dolor (bien entendido) y el luto Como he dicho con anterioridad, nos conmina a esquivar lo prioritario, para dar prioridad a cuestiones de una importancia secundaria (o terciaria, más bien).
El afanarnos en exceso a las ideologías políticas nos hace salir a la calle con el ceño fruncido y un arma empuñada (en sentido metafórico, naturalmente). En vez de confraternizar con nuestros compañeros de trabajo o de universidad, estamos con la mosca detrás de la oreja, pendientes de competir contra Fulanito o Menganito, de solventar presuntas injusticias, de combatir al diferente. Tal actitud de hostilidad nos empuja a perder la naturalidad, la sana campechanía, la amabilidad, el candor y la bonhomía. Nos metamorfosea en justicieros acres, poseídos por la amargura, que, en realidad, más que hacer justicia, se están transformando en malas personas (cuando, en el fondo, anidan destellos de bondad en su corazón).
Por otra parte, es preciso subrayar que, en «la clase política», suele prevalecer el interés personal por encima del apego moral hacia las causas que defienden. Por consiguiente, escaso sentido tiene desvivirse por las cosas que proponen, ya que sus postulados tienden a ser el fruto de un estudio de mercado orientado a recolectar votos. En otras palabras, las ideologías tienen mucho de marketing y poco de honestidad intelectual; y los políticos son más publicistas que pastores.
Esto último ocurre en otros ámbitos, como en aquello que, en la jerga de empresa, se conoce como «responsabilidad social corporativa»; lo cual consiste en un ejercicio de solidaridad y altruismo con fines empresariales (es decir, filantropía de postín), algo que, también, me hace desconfiar de las causas humanas. Por algo, diría Oscar Wilde aquello de que «los filántropos acaban perdiendo todo el sentido de la humanidad. Ése es su rasgo distintivo».
Las causas humanas suelen estar presididas por un interés personal, por los delirios de grandeza de alguien, por un afán de alimentar estómagos y egos. Por esta razón, practico con ellas lo que G.K. Chesterton, en su ensayo Ortodoxia, bautizó como escrupulosidad tolstoiana.
Chesterton definía como los de Santa Juana de Arco a aquellos que escogían un camino, y lo enfilaban sin remilgos ni titubeos; y como escrupulosos tolstoianos a esos que, al concebir todas las sendas como moralmente inaceptables, dudan mucho de si transitar por alguna. Pues bien, yo me considero del grupo de los de Santa Juana de Arco en lo que respecta a la fe y la moral católica, y un escrupuloso tolstoiano en lo que a las causas humanas se refiere. Por ambas razones, cuanto más religioso me vuelvo, más despolitizado me encuentro.
También, Benedicto XVI nos alertaba del peligro de situar la política por encima de Dios. El difunto Papa nos recuerda que, cuando Poncio Pilato hizo un referéndum popular sobre si salvar a Cristo o al villano de Barrabás, el pueblo eligió al segundo, considerado por algunos como un mesías social. En otras palabras, la gente votó a favor del indulto de un líder mesiánico terreno y condenó a muerte a Dios Hijo, Mesías divino.
En este sentido, Benedicto precisa que, en el Evangelio de Juan, se alude a Barrabás como «un bandido» (Jn 18,40), a lo que añade que, en la situación política de la Palestina de aquel entonces, la palabra «bandido» podría significar «luchador de la resistencia». Además, puntualiza que Barrabás había tomado parte en una revuelta (Mc 15,7), siendo acusado, en este contexto, de homicidio.
Benedicto XVI, de hecho, recuerda que uno de los motivos que condujeron al Rey Herodes a perseguir al Niño Jesús fue el hecho de que se le considerase Rey, puesto que lo veía como una amenaza a su autoridad coronada; amén de que Jesucristo vino al mundo como Rey en una época en la que se deificaba o endiosaba a los emperadores, por lo que había una intención clara de acabar con la idolatría de las autoridades políticas, para devolvérsela a un solo Dios único y verdadero.
De facto, en la historia del mundo contemporáneo, justo cuando más se ha intentado abolir la fe en Dios, más ha intentado el estado ocupar su papel. El auge de los totalitarismos ateos es una prueba flagrante de ello.