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radiacionesCarlos Marín-Blázquez

El miedo a sentir el dolor sin anestesia

El poder y la salud únicamente residen en quien no siente miedo

Actualizada 12:39

Contaba George Steiner que al inicio de cada nuevo curso universitario les proponía a sus alumnos lo siguiente: «Cierren durante un minuto los ojos e imaginen cómo era la vida cuando todavía no existía la anestesia». Su propósito era que los jóvenes se formaran una idea lo más ajustada posible acerca de la dureza de las condiciones en que se había desenvuelto la humanidad hasta un pasado reciente. Entenderían así que el dolor, considerado como puro sufrimiento físico, se encuentra en el origen de un sinfín de comportamientos que han llevado al hombre a buscar el medio de evitarlo o a recabar el poder para infligirlo; y que, en consecuencia, se trata de uno de los factores que de manera más decisiva ha contribuido a modelar la psicología de nuestra especie.

No creo que existan en la historia del progreso humano muchos logros equiparables al tratamiento paliativo del dolor. La posibilidad de vivir ajenos a la mayor parte de los padecimientos físicos que atormentaron a nuestros antepasados constituye un hito para cuya justa ponderación nos bastaría con abstenernos de ingerir, ahora mismo, en mitad de una crisis causada por la inflamación aguda del oído medio, la dosis adecuada de analgésicos. Pero el manejo del dolor admite también una lectura política. Históricamente, la capacidad de hacer sufrir a otros hombres ha actuado como una herramienta susceptible de acrecentar el poder de aquellos que no mostraban mayores escrúpulos en utilizarla. Lo que prevalecía, dejando a un lado el componente sádico que pueda rastrearse en tales prácticas, era un afán distinto al simple hecho de provocar un suplicio. Se perseguía, ante todo, atemorizar.

El miedo, por tanto, vertebra la relación entre el poder y los sujetos sometidos a su dominio. Es el elemento nuclear de que se sirve un régimen para conseguir que nos adhiramos a él. La llave que abre el cerrojo de todas las conciencias. Su capacidad de corrosión se manifiesta en la facilidad con que se impone a las evidencias de la realidad y a los dictados del sentido común. Es a partir de esta constatación como la propaganda al servicio de los poderes vigentes se percibe capacitada para ampliar exponencialmente su radio de actuación. Descartada la coacción física, se abre a la imaginación de los difusores del pánico un novedoso catálogo de horrores que convergen en un mismo punto: desvalorizar la vida, disipar la alegría que transmite lo existente, hacer del mundo venidero un hábitat preapocalíptico en el que sólo el sometimiento a los dictados de una autoridad omnímoda garantizará las condiciones neesarias para nuestra subsistencia.

Se trata, en suma, de vincular la vida a una experiencia de terror permanente. No importa que, en buena parte de los casos, la índole de los miedos resulte ser más hipotética que real. Lo que cuenta es explotar al máximo su potencial de amedrentamiento. Si volvemos al punto de la historia al que remitía la anécdota del principio, nos daremos cuenta de que en la comparación con nuestros antepasados los hombres de hoy no salimos demasiado favorecidos. Aquellos supieron sobreponerse a las muy reales devastaciones (epidemias, guerras, hambrunas, y también la sujeción a toda clase de poderes arbitrarios) que llevaba aparejada una existencia desprovista de las comodidades y garantías que nos proporciona el mundo de hoy. Y no sólo se sobrepusieron, sino que crearon una cultura en la que la perseverancia en el esfuerzo por hacer de la vida una aventura orientada a la búsqueda compartida de la felicidad y a la creación de un legado digno de ser transmitido a las siguientes generaciones estaba en el centro del acontecer diario.

Frente a ellos, la nuestra va camino de convertirse en una civilización paralizada, mortecina, exánime. Desprovistos de certezas sólidas, nos dejamos asediar por un cúmulo de temores las más de las veces abstractos. Cada nueva amenaza, real o no, nos precipita en una espiral de zozobra de la que obtienen réditos inmediatos las fuerzas que nos parasitan. Entre tanto, seguimos persiguiendo el reconocimiento, el placer, el bienestar material y la seguridad de los nuestros. Cada uno por nuestra cuenta. Olvidándonos de que muchas veces carecemos de los esencial. Olvidándonos de que, como escribió Jünger, el poder y la salud únicamente residen en quien no siente miedo.

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