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RadiacionesCarlos Marín-Blázquez

El testimonio vivo del maestro

Gracias a los maestros, el mundo empezaba a ser un lugar menos enigmático. Nuestra memoria se poblaba de datos que eran como balizas destinadas a orientarnos en mitad de la penumbra del mundo

Actualizada 18:18

Sucedía algo curioso con aquellos maestros que tuvimos, hace ya demasiados años. En el revuelto de sentimientos que nos inspiraban, confluían el temor y la burla, la admiración y el afán de parodiarlos. La parodia –la aclaración es ociosa– busca cebarse en aquel a quien, en virtud de su poder o de su autoridad, le reconocemos un estatus superior. Y eso era precisamente lo que ocurría con los maestros: que estaban por encima de nosotros. Muchos, la mayoría, lo estaban porque tenían poder; pero había unos cuantos en que esa posición de dominio no era sino el justo correlato a la autoridad que nos transmitían.

Me resulta imposible definir en qué consistía esa autoridad, de qué estaba hecha. Supongo que condensarla en la palabra «carisma» no es suficiente. Flota como un aura de magia alrededor de esa palabra, y lo cierto es que nuestro olfato, aparte de una intensa sugestión de personalidad, captaba ingredientes más tangibles: temple, dominio de la situación, cierta corriente de empatía. A esa edad en que uno permanece sumido en el más lamentable de los extravíos, aquellas figuras se nos antojaban revestidas de un brillo tutelar. Nos señalaban un itinerario que representaba el reverso preciso del exuberante desbarajuste hormonal del que por aquel entonces éramos víctimas. Los respetábamos. Y ese respeto, en el que latía un punto de nobleza y humildad, nos congraciaba con nosotros mismos.

Sucedía, además, que eran capaces de un logro insólito: conseguir que un puñado de escolares le encontrásemos sentido al hecho de estar en un aula. Que yo recuerde, semejante prodigio acontecía sin necesidad de recurrir a ninguna extravagancia pedagógica; sencillamente, se limitaban a compartir con nosotros una porción de lo que sabían. Pero al hacerlo, tan importante como el contenido era el modo en que lo transmitían, de una manera accesible, sin duda, pero elevando el vuelo de sus explicaciones por encima de ese coloquialismo zafio y ramplón presente ahora en tantos ámbitos de la vida pública, y que no es sino otra de las máscaras tras la que se disimula la barbarie.

No nos dábamos cuenta en aquel momento, pero lo que estaban haciendo era llenar poco a poco, con constancia y algún que otro ramalazo de saludable escepticismo, el vacío inmenso que albergábamos. Gracias a ellos, el mundo empezaba a ser un lugar menos enigmático. Nuestra memoria se poblaba de datos que eran como balizas destinadas a orientarnos en mitad de la penumbra del mundo. Cada desafío a nuestra capacidad de comprensión, cada reto con que nuestra voluntad se afianzaba asumía las trazas de un entrenamiento que nos volvía aptos para encarar las futuras asperezas de la vida.

Junto con nuestros padres, aquellos maestros fueron las primeras personas en proporcionarnos un bagaje provisto no sólo de conocimientos, sino cimentado sobre la base de la perseverancia, el deseo de ejemplaridad y la determinación de hacer fructificar nuestros talentos. Sin embargo, y en la medida en que desde hace años prevalece entre nosotros la voluntad de destruir las cosas fundamentales, puede que las teorías sobre el autoaprendizaje, la cháchara esotérica en torno a la adquisición de competencias y las consignas que inciden en el desprecio de la memoria tengan la partida ganada. Quizá la figura del maestro como transmisor del acervo comunitario y referente susceptible de despertar en sus alumnos el deseo de emulación, esté a punto de convertirse en un anacronismo. Entonces yo me acuerdo de la carta que, tras recibir el Premio Nobel, Camus le escribió a Germain Louis, su maestro de primaria. No conozco expresión más sencilla y hermosa de una deuda de gratitud: «Sin usted, sin la mano generosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto».

Lean la carta completa. Son palabras que nos recuerdan que ninguna tramoya virtual, ninguna parafernalia urdida a base de desvaríos pedagógicos y retóricas emancipatorias podrá suplir nunca el testimonio vivo y auténtico de una presencia que nos guía.

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