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Ángel Barahona

La cultura de los sucedáneos

Hemos sido educados en la facilidad de las cosas, en el regalo, en la sobreprotección, en el individualismo, y hemos perdido la capacidad de sufrir. Tenemos el síndrome de la intolerancia al fracaso, al dolor psíquico

Actualizada 04:04

Somos veganos, pero entonces necesitamos un suplemento de vitamina B12. No tenemos que sufrir por sobrevivir buscando el pan, pero entonces buscamos formas de arriesgar la vida. Corremos hasta dañarnos las articulaciones, nos volvemos anoréxicos, deportistas compulsivos, logramos un subidón de adrenalina, pero tenemos que tomar colágeno y todo tipo de pastillas. En Estados Unidos la sección en los drugstores de vitaminas y potingues, junto a la comida y objetos para perros ha usurpado el tercio de la superficie comercial. Todo tipo de sucedáneos para suplir lo que le impedimos que la naturaleza haga, o sustituir lo que ella nos niega.

Si la competitividad que da sentido a una vida anodina nos enferma o se vuelve incómoda, siempre nos queda competir con nosotros mismos en tener un cuerpo, una salud, una dieta, un trabajo, una pareja perfectos. Cuando, en el horizonte, esa perfección se vuelve imposible o insípida nos refugiamos en los sucedáneos, sustitutivos de menor nivel, pero más cercanos a nuestras posibilidades, a los que adoramos. Cuando la vida no nos devuelve la perfección de aquello que nos rodea, nos consolamos con las pequeñas cosas que tratamos de manejar. Entramos en el Guinness récord de los logros personales más estúpidos del mundo con tal de ganar «un poco de ser». Sin embargo, como seguro que también esto nos deja insatisfechos buscamos la singularidad a toda costa en nuestras pequeñas enfermedades. Hay quien alardea de su psicólogo. Acudimos asiduamente al consejo, necesitamos estar empastillados. Nos automedicamos con cualquier analgésico, ansiolítico, antidepresivo, alcohol, tabaco, pantalla, sofisticaciones sexuales, drogas de diseño, juegos o series de televisión. Tenemos acceso fácil a los sucedáneos químicos, físicos, psicológicos que cubren la carencia de ser, de la perfección anhelada.

En el mundo psicoafectivo igual: aspiramos a la totalidad, al amor verdadero que intuimos otorga una relación auténtica, pero nos vemos imposibilitados de franquear la barrera del ego miedoso que intuye que la relación verdadera implica renuncias, asumir el fracaso, contar con la frustración. Siempre esperamos que la felicidad nos venga del otro gratuitamente. Hemos sido educados en la facilidad de las cosas, en el regalo, en la sobreprotección, en el individualismo, y hemos perdido la capacidad de sufrir. Tenemos el síndrome de la intolerancia al fracaso, al dolor psíquico. Si logramos dirigir nuestra frustración y sus consecuencias –la soledad–, hacia un sucedáneo motivante, estamos «salvados»… si no, en el horizonte, aparecen las sombras de las enfermedades mentales, de los trastornos obsesivos, de las pulsiones autodestructivas, de las autolesiones físicas y psicológicas, de las mutilaciones, del suicidio. Alguno puede pensar que esto es una exageración. Preguntemos a los psicólogos y a los psiquiatras. Enseguida deduciremos que nos quedamos cortos. Ante la falta de criterio y de discernimiento para saber lo que nos pasa, hemos aprendido, en la ingente fuente de información mentirosa de internet que, a lo mejor, es que mi mente va por un lado y mi cuerpo por otro y hay que unificarlos ya… sin saber que la mente te juega malas pasadas y que cambia, es voluble, y mañana piensa de sí misma otra cosa. El problema es que una vez aplicado el sucedáneo mutilante-médico-quirúrgico que nos ofrecen como salvación ya no hay vuelta atrás.

Dice el famoso psiquiatra José Luis Carrasco, catedrático de Psiquiatría de la Universidad Complutense de Madrid y jefe de la Unidad de Trastornos de la Personalidad del Hospital Clínico San Carlos, que en el presente ya podemos hablar de una pandemia de trastornos mentales. «Han aflorado y ya están causando serios problemas sociales, además de una sobrecarga sanitaria importante. ¿Por qué afloran?». Nos dice que la sorpresa inesperada de las cosas que nos pasan, cuando creíamos que teníamos todo anodinamente bajo control –la salud, la familia-paraguas, el trabajo, etc.– no solo nos causan estupor sino desasosiego. No somos capaces de integrar la inseguridad que nos ha provocado la Covid, la guerra de Ucrania, el colapso de la democracia y otras nubes negras que vienen de cualquier dirección imprevista anunciando tormenta. «Todo eso remueve las estructuras psicológicas, las dudas existenciales del ser humano, y afloran las enfermedades mentales que se producen cuando uno pierde ciertos equilibrios internos. Ansiedad, depresión y trastornos en la contención de los impulsos que antes no aparecían o que estaban más contenidos».

En suma, estamos rodeados de temores no confesados, que nos dejan con preguntas sin respuestas que nos agitan por dentro. Por mucha capacidad de autoengaño que tengamos, por muchos sucedáneos que encontremos ya sabemos de antemano que son insatisfactorios, con lo cual se incrementa cada vez más el vértigo.

Ya no tenemos la estructura de la fe que nos daba esperanza. La esperanza se ha convertido en otro de sus sucedáneos. Llamamos esperanza a lo que son expectativas de cambio, a saber que en el próximo trabajo, en la próxima pareja, en el próximo viaje de nuestro modo turístico de vivir hallemos a la vuelta de la esquina la felicidad. Cuando una y otra vez fracasamos aprendemos a resignarnos –aunque ahora lo llamamos ser resilientes– y asumimos la verdad con resentimiento o cinismo. Los más optimistas buscan la mentira feliz, la fuente de alienación más próxima, sin querer reconocer que esas aguas dan más sed, que son finitas. Todos, al final, encuentran una explicación racional a su insatisfacción: alguien es culpable de mi situación existencial. Psicólogos, sociólogos, políticos, y analistas de cualquier campo nos repiten este mantra de una u otra forma.

Propongo un retorno a las formas clásicas de entender lo que nos pasa que es mucho más eficaz y certero que la batería de sucedáneos lingüísticos, psicológicos y filosóficos que hemos inventado. Llamar a las cosas por su nombre: cruz, pecado, salvación, muerte, redención, verdad, necesidad de conversión. Esta labor de re-traducción necesita una labor apologética , pero entendiéndola como vida, comunidad de cuya vivencia aman una forma atractiva de vivir. No se trata de un cúmulo de argumentos más o menos bien trabados. Las ideas son letales, porque mueren en prácticas que se normalizan como buenas sin haber valorado las consecuencias.

El gran sucedáneo de nuestra necesidad de ser amados como somos es pensar que eso significa justificar cualquier deseo, apetencia, gusto, como parte incontrovertible de la naturaleza.

Lo que parece claro es que la salvación no llegará cuando hayamos solucionado nuestras miserias, sino cuando nos enfrentemos a la verdad sobre nosotros mismos, y sobre el sentido de la vida que nos fue revelado y que en un acto de orgullo y prepotencia perdimos creyendo en sucedáneos sustitutivos.

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