Almuerzo y vida eterna
Hablar de la muerte es el pórtico para hablar de la vida eterna, y entonces uno se esperanza y da rienda suelta a la imaginación
La vida ya tiene suficientes sinsabores como para, encima, beberse la cerveza caliente. Y todo lo que no sea rescatarla en el último momento de las petrificantes garras de la congelación es bebérsela caliente. Y aunque he dejado un reguero de litros reventados por el camino, diría que ya le tengo cogido el punto. Tanto es así que en casa de mis padres soy el encargado –solemnemente proclamado por nadie– de gestionar la cerveza en cada reunión. Llego pronto y coloco los litros en el tanque con mimo, como en una incubadora, buscando que el frío les llegue por igual. Deshecho los litros de rosca, o litros hueros, porque los únicos que valen son los litros de chapa, los que con un golpe de mechero estallan como el champán, y lo organizo todo para que, cuando mis hermanos lleguen, puedan beberse una cerveza que les hiele el gaznate y caliente el corazón.
Sin embargo, no solo de cerveza vive el hombre, y en mi casa otra cosa no, pero hombres, así como mujeres y niños, hay a demanda. Por ejemplo, además de cerveza, se necesita espacio, y hasta hace poco teníamos un problema en ese sentido. A la fecha contamos 2 abuelos, 9 hijos, 8 políticos –un par de ellos por sacramentar– y 16 nietos. Y a pesar de que la casa de mis padres nunca fue pequeña, empezó a parecerlo con tanta humanidad. Todos llegamos a la conclusión de que sobraba gente, salvo mi madre, la abuela, que sostuvo contra viento y marea que lo que en realidad sobraba eran ladrillos. Así que se puso a tirar tabiques, a fusionar habitaciones, y ahora tenemos una cocina-cuartodejuegos-salón-comedor en la que los 16 nietos pueden corretear como gallinas descabezadas sin chocarse más que muy de vez en cuando. Montamos unas mesas vikingas y ni siquiera los políticos sin sacramentar tienen que comer aparte.
Como la cerveza tiene la temperatura perfecta, el aperitivo se alarga. La abuela nos apremia y no se explica cómo puede ser que todos los litros sean el penúltimo. Cuando nos sentamos a comer, lo hacemos tambaleantes y aproximadamente a la hora de la merienda. Entonces celebramos lo que haya que celebrar, porque siempre, a Dios gracias, hay algo que celebrar, y acto seguido empezamos a lamentarnos por lo mal que está el mundo, porque el mundo, basta mirarlo, está fatal. No sé si lo llevamos en la sangre o nos contagiamos unos a otros, pero nuestra visión del mundo es tenebrosa por fuera y, no diré alegre, pero casi alegre por dentro. Somos pesimistas impuros; pesimistas moteados. Al final cuesta chapotear en la oscuridad sin topar de repente con algo que desate la carcajada, del mismo modo que cuesta esponjarse de puro contento sin percibir, al recoger la sonrisa, un no sé qué amargo.
Muestra de ello nuestro tema predilecto, nuestra obsesión: la muerte. La muerte en sí, los muertos que ya son y los muertos que un día seremos. Como los ríos, como las personas, todas nuestras conversaciones acaban en lo mismo. Ayuda que Dios nos haya tratado bien, la falta de superstición y el humor negro, esa maravillosa irreverencia contra el destino. También lo que escribió Ramón Eder: «Los católicos creen que la muerte es una ficción basada en hechos reales». Porque morir se muere, pero como de mentirijilla. Por eso hablar de la muerte es el pórtico para hablar de la vida eterna. Y entonces uno se esperanza y da rienda suelta a la imaginación. El abuelo, por ejemplo, lo tiene claro. Primero va a pedir unas rodillas nuevas, intactas, y un siglo o siglo y medio para andurrear por aquellos montes con un perro a los pies y la escopeta al hombro. Y así, rejuvenecido, que se le vayan poniendo a tiro las liebres y las perdices celestiales.