Louise Jacques, la chica que «solo deseaba morir» y que acabó convirtiéndose en monja clarisa
«¡No hay Dios!» es lo que en su juventud llegó a exclamar la Sierva de Dios María de la Trinidad, de la que se ha solicitado formalmente el inicio de la Causa de Beatificación
«¡No hay Dios! —pensaba en mi interior— y todo cuanto de Él se dice es pura comedia e hipocresía. ¡La vida no vale la pena vivirla! [...] Me encontraba desesperada y solo deseaba morir. ¡Morir!». Lo que uno no se puede imaginar es que estas líneas las escribió una monja clarisa, la Sierva de Dios María de la Trinidad, fallecida en Jerusalén en 1942, a los 41 años. Si algo demuestra la vida de esta sudafricana, nacida como Louise Jacques, es el arduo camino que tuvo que recorrer hasta encontrar su vocación. Su historia, marcada por una búsqueda espiritual incesante, comenzó en el seno de una familia protestante.
El sufrimiento por la pérdida de su madre al nacer, unido a la ausencia emocional de un padre incapaz de acompañarla y a un sentimiento de culpa que no podía soltar, la sumieron en una profunda crisis existencial que la acompañó durante muchos años de su vida.
Sin embargo, ese periodo fue también el inicio de su transformación. Una noche, Louise sintió la visión de una figura que parecía una religiosa, vestida con hábito marrón y un cinturón de cuerda. Aquel encuentro despertó en ella una atracción irresistible hacia la vida monástica y un profundo anhelo por recibir la Eucaristía. Fue este su primer paso hacia la Iglesia católica, donde encontró la fe que daría sentido y dirección a toda su vida.
La ausencia de sus padres
Louise Jacques nació el 26 de abril de 1901 en Sudáfrica. Fue la última de cuatro hijos en una familia comprometida con la misión protestante en el sur de África. Su madre, a la que los ancianos africanos llamaban «la mujer que rezaba», murió al darla a luz. Louise creció bajo la sombra de ese sacrificio y la tristeza por la pérdida materna se convirtió en un telón de fondo permanente.
Huérfana desde su nacimiento, Louise fue enviada a Suiza para ser criada por su tía Alice, la hermana de su madre. En esa familia materna encontró una educación sólida, aunque marcada por la distancia emocional de su padre, quien, superado por el dolor de la viudez, permaneció en Sudáfrica.
Este vacío afectivo dejó una huella en ella y sus hermanos, quienes llegaron a cargar con un injustificado sentimiento de culpa por la mera existencia de Louise, como más tarde reconocería su hermana Alice. De carácter fuerte, pero salud frágil, Louise enfrentó desilusiones laborales, un desengaño amoroso y una soledad profunda que la llevaron, a los 25 años, a una crisis existencial en la que llegó a negar la existencia de Dios.
Su lugar estaba en las Clarisas... y en Jerusalén
Todo cambia la noche del 13 al 14 de febrero de 1926 cuando, según recoge la página de las Clarisas de Jerusalén, «en la desesperación se había encendido una luz: la percepción de una presencia que la visitaba, una religiosa vestida de marrón oscuro con una cuerda por cinturón. Desde aquel momento nace en ella una atracción irresistible hacia el claustro y el deseo ardiente de recibir la Eucaristía».
Iniciaba así el camino que la conduciría a ser hija de la Iglesia de Roma. A pesar de los obstáculos que la enfermedad y su reciente fe presentaron, Louise perseveró en su búsqueda de la voluntad de Dios, encontrando finalmente su lugar en el monasterio de las Clarisas de Jerusalén en 1938.
Dios reveló a María de la Trinidad que debía encontrar su verdadera vocación a través del despojo de sí misma, de modo que pudiera escuchar su Voz interior. Siguiendo esta guía, escribió sus Apuntes, donde plasmó las pequeñas lecciones espirituales que recibía. Estas notas, junto con su Relato de conversión y vocación, fueron publicadas en varios idiomas, bajo el título Coloquio interior.
Hans Urs von Balthasar, en el prefacio de la edición italiana de la obra, destacó la esencia de su espiritualidad: la escucha atenta a la Voz de Dios, la libertad humana para responder a su llamada y el voto de víctima, entendido como el máximo grado de disponibilidad a la voluntad divina. A pesar de su salud frágil, marcada por la tuberculosis, sor María vivió con una entrega total hasta su muerte, ocurrida el 25 de junio de 1942.