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La Adoración de los Pastores por Giorgione

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Juan Ramón Jiménez y su 'Nochebuena': espiritualidad y belleza a partes iguales

Juan Ramón Jiménez concluyó su libro Pureza en 1912, en Moguer, y aunque algunos pocos poemas están fechados en 1911, la mayoría de ellos se escribieron en Moguer, en 1912; un libro clave -que ha permanecido largo tiempo inédito y el poeta no llegó a ver publicado en vida- en la evolución de su producción literaria, porque en cierto modo constituye «la antesala» en la poesía pura. Conforman el poemario 46 poemas, repartidos en tres partes, cada una con su propio título, según indicaciones expresas del poeta: «Amaneceres», con 18 poemas [«¿Amanece en la tierra, / o amanece en mi vida? / ¿De dónde es la pureza / primera de este día?»?; «Desvelo», que consta de de 17 poemas [«Fría es la noche y pura. / La luna, limpia, albea / oblicuamente la pared»); y Tardes”, con 7 poemas [«La hermosura de la tarde / me ha herido en el corazón. ¡No puedo más. aquí estoy, / caído, muerto de amor»). Unos poemas que se erigen en un camino hacia la Belleza y la Pureza. Y al final se añade un anexo con 4 poemas más («Lirismo», «Paisaje», «Nochebuena» y «Nido del pobre»), hasta completar los 46, en la edición de Rocío Fernández Berrocal, publicada por Ediciones Cátedra en 2022 (en la colección Letras Hispánicas).

A lo largo de la obra, religiosidad y espiritualidad gravitan sobre muchos de sus poemas. Y así, por ejemplo, en un poema de «Amaneceres» leemos: «Noche celeste y clara / que has visto nacido el niño, / noche batida de alas / blancas, dame la fe que necesito, / fe ciega, que no vuelvas atrás un solo paso / por el sendero en flor de lo divino»; en otro de «Desvelo» en concreto, en el titulado «Adviento» escribe el poeta estos versos finales: «¡Señor del cielo, nace / esta vez en mi alma!»; aunque de esta parte del libro nos quedamos con este poema de Navidad: «Esta noche primera / quiero velar tu sueño, niño mío... / Con las estrellas claras y despiertas / en mis ojos tranquilos / con el olor a pino y a romero / en el pecho encendido / le cantaré a tu sueño tierno y triste / dolientes villancicos. / Todos duermen. Yo velo... Duerme tú, / duerme, mi Jesús, duerme niño mío... / La luna estanca el vago disco / entre bancos de estrellas; / canta el gallo; el aprisco / tiembla entre el vaho verde / de los alientos tibios... / Duérmete. Mi alma es toda / tuya... Duérmete, niño mío».

Pero es el poema titulado «Nochebuena» el que nos invita a ofrecer su comentario, porque se atisba en él no solo lo que va a ser la poesía posterior de Juan Ramón Jiménez, sino también la emoción religiosa ante unas fechas navideñas que para el poeta de Moguer eran especialmente significativas. El poema está incluido en el anexo de la edición de Fernández Berrocal (si bien, lo hemos encontrado también en la sección «La pura realidad» con el título de «(Aldea»).

Nochebuena

El cordero balaba dulcemente.
El asno, tierno, se alegraba
en un llamar caliente.
El perro ladraba,
hablando casi a las estrellas.

Me desvelé, salí. Vi huellas
celestes por el suelo florecido
como un cielo
invertido.

Un vaho tibio y blando
velaba la arboleda;
la luna iba declinando
en un ocaso de oro y seda
que parecía un ámbito divino…

Mi pecho palpitaba
como si el corazón tuviese vino...
Abrí el establo a ver si estaba Él allí.
¡Estaba!

Veinte versos heterométricos componen un poema de admirable belleza en el que Juan Ramón Jiménez siente en su corazón la presencia del Niño recién nacido en un establo de Belén, aunque no se le nombre directamente a lo largo del poema, siso que su presencia, mediante pronombre personal de tercera persona con inicial mayúscula, se retrasa hasta llegar a los últimos versos: «[…] Él allí. / ¡Estaba!»; y el cielo, la tierra, los animales y la naturaleza toda -a los que dedica la mayor parte del poema- ya se sienten conmovidos, anticipando un estremecimiento similar al del poeta, y revestidos con sus mejores galas. Ya para expresar este contenido, Juan Ramón Jiménez ha recurrido a su lenguaje poético más característico, al menos al de los años 1911-1912, que es cuando se escribe en su Moguer natal el poemario Pureza al que pertenece el texto.

Y tiene su interés centrarnos en las características métricas del poema, ante de entrar en los recursos estilísticos empleados por el poeta. El poeta ha dividido su poema en cinco partes, con muy marcada heterometría en los versos, y un hábil sistema de rimas consonantes que van enlazándolas, con la única excepción de un verso suelto, el 19, que es el más importante del poema: «[…] Él allí» (terminación aguda en el fonema vocálico /í/. Los 20 versos se distribuyen de la siguiente manera: de 1 trisílabo (verso 20, fundamental porque en él se logra la culminación del clímax poético «¡Estaba!»); 1 hexasílabo (verso 4); 3 endecasílabos (versos 1 -melódico- y 15 y 17); 4 tetrasílabos (versos 8. 9 10 y 19); 5 heptasílabos (versos 3, 7, 11, 12 y 16); y 6 eneasílabos (versos 2, 5, 6, 13, 14 y 19). Esta fuerte heterometría queda en alguna forma compensada por la combinación de rimas consonantes, que se enlazan de la siguiente formas.

Grupo de versos 1-5: rimas /-énte/ (versos 1 y 3: «dulceménte»/ «caliénte»); /-ába/ (versos 2 y 4: «se alegraba»/«ladraba»); pero la rima del verso 5 /-éllas/ se enlace con la del verso 6, que forma parte de otro conjunto estrófico: «estréllas»// «huellas»). Y en este nuevo agrupamiento de versos (6 al 10), riman en consonante el 7 con el 9 en /-élo/ («suélo»/«ciélo»), y el 8 con el 10 en /-ído/ («florecído»/«invertído»). Por otra parte, en este agrupamiento de versos se producen tres encabalgamientos sirremáaticos «nombre+adjetivo», que dotan al conjunto de enorme movilidad, muy acorde con el contenido: «huellas / celestes» (versos 5-7), «suelo / florecido» (versos 7-8) y «cielo / invertido» (versos 9-10), un recurso este muy repetido por el poeta en otras muchas composiciones.

En el tercer agrupamiento estrófico (versos 11-15), riman en consonante /-ándo/ los versos 11 y 13 («blándo»/ «declinándo»), y en consonante /-éda/ los versos 12 y 14 («arboléda»/«séda»); y la rima en /-íno/ del verso 15 («divíno») enlaza con la del verso 17, que ya forma parte del agrupamiento estrófico siguiente (verso 17: «víno»). Y advertimos un encabalgamiento de tipo oracional entre los versos 14 y 15: «[…] en un ocaso / que parecía…». Por lo tanto, las tres primeras estrofas constituirían una variante personal de la quintilla -ya que no se ha empleado en ningún momento el verso octosílabo- con esta distribución de rimas: ababc / cdeed/ fgfgh.

Otro agrupamiento lo forman los dos versos siguientes, el 16 (en el que reaparece la rima en /-ába/ («palpitába»), usada con anterioridad en los versos 2 y 4); y el 17, que retoma la rima en /íno/ del verso 16 («víno»). El último agrupamiento (versos 18-20) es de mayor heterometría, y en él se encuentra el único verso suelto (el 19, terminado en palabra aguda), ya que el 18 y el 20 continúan con la rima en -/ába/ del verso 16 (la reiteración de la forma verbal «estába»). Este sería, pues, el nuevo de rimas de los 5 últimos versos: bh / b∅b (con lo que no puede hablarse de quintilla, entre otras razones porque no debe quedar ningún verso suelto). En cualquier caso, la heterometría, la distribución de las rimas y los agrupamientos de los versos logran una perfecta conjunción armónica de grata eufonía, donde todo ha sido cuidadosamente estudiado.

Un repaso de las categorías gramaticales empleadas en el poema nos permite hablar de «dinamismo sintáctico expresivo positivo» -por emplear la terminología de Carlos Bousoño-: abundancia de nombres (18 en total: cordero, asno, perro, estrellas, huellas, suelo, cielo, vaho, arboleda, luna, ocaso, ámbito, pecho, corazón, vino, establo), y de verbos (14 en totalbalaba, se alegraba, ladraba hablando, desvelé, salí, ví, velaba, iba declinando, parecía, palpitaba, tuviese -única forma en subjuntivo como expresión de irrealidad-, abrí, estaba -imperfecto de indicativo repetido-); y predominio de la relación paratáctica sobre la hipotáctica, sin apenas subordinación. Por otra parte, la adjetivación es muy escasa (8 adjetivos en total: verso 2, «tierno»; verso 3: «llamar caliente»; verso 7: «florecido»; verso 8: «invertido»; verso 11: «tibio y blando»; y podríamos darle un valor adjetival a la construcción «de+nombre», acompañando a otro nombre, lo que sucede en el verso 14: «ocaso de oro [áureo/dorado] y [de] seda [sedoso/suave]», con lo cual ampliaríamos a 10 el número de adjetivos).

Reparemos ahora en la selección léxica efectuada: animales domésticos («cordero/asno/perro»); espacio y cuerpos celestes («estrellas/cielo/luna/ocaso/ámbito») por oposición a lo propiamente terrenal («huellas/suelo/vaho»); partes del cuerpo («pecho/corazón»), vegetación («arboleda»)… Como antes señalábamos, es como si la percepción de la presencia inmaterial del Niño de Belén ejerciera una transformación total del mundo no solo exterior, sino también del interior del poeta. convencido de que en el establo, «Él estaba»; y de ahí que su corazón palpitara desatado hasta salírsele del pecho.

Y repasemos ahora los verbos. Predominan en el texto las formas imperfectivas con valor durativo, dado el carácter fundamentalmente descriptivo del texto -una acumulación de sensaciones y de emociones-; y, en este sentido, son especialmente relevantes los versos 18-20 )«[…] a ver si estaba/ Él allí. / ¡Estaba!»), porque en ellos la forma «estaba» adquiere un carácter intransitivo probablemente con una doble significación: la de encontrarse en un determinado lugar -concretamente en «el establo»-, y la de «existir» como algo real y verdadero. Las formas perfectivas son pocas en el texto y se concentran en el verso 6 («Me desvelé, salí. Vi […]»); y también figura el pretérito perfecto simple en el verso 18: «Abrí el establo [par]a ver…». Y en ambos casos, la narración se hace en primera persona, al ser el propio poeta el que realiza las acciones verbales.

Y aun cuando los adjetivos y las construcciones con valor adjetival sean pocos, el poeta se ha valido de ellos para crear, en ocasiones, sugestivas sinestesias; así sucede en el «llamar caliente» del verso 3 (en el que a la sensación auditiva del infinitivo sustantivado «llamar» le sigue la sensación táctil «caliente»); o con el “vaho tibio y blando del verso 11 (en el que en la estructura bimembre de la adjetivación aplicada a «vaho» [vapor que despiden los cuerpos en determinadas condiciones de temperatura y humedad] se combinan dos sensaciones táctiles de diferentes matices: la calidez y la suavidad); o con las combinaciones sintagmáticas del verso 14: «ocaso de oro y seda» (en el que las sensaciones cromática y táctil alcanzan insospechados valores connotativos).

Quedan aún por reseñar las construcciones paralelísticas de los versos 1, 2 y 4: «El cordero balaba»/«El asno se alegraba»/«el perro ladraba»), que aportan un equilibrado arranque al poema Y un par de comparaciones de gran eficacia expresiva: una en los versos 7-10 («[…] el suelo / florecido / [era] como un cielo / invertido»; una imagen de fuerte esteticismo que le sirve al poeta para convertir la tierra en cielo, valiéndose de «las estrellas» (verso 5), de esas «huellas / celestes» (versos 5-7); y la otra en los versos 16-17: «Mi pecho palpitaba / como si el corazón tuviese vino…». Si le damos a «palpitar», referido al corazón, el significado de «agitarse violentamente manifestando con vehemencia alguna pasión», la comparación con el «vino» añade la idea de un trastorno de los sentidos; y de esta forma se prepara el final del poema, en el que el poeta siente la presencia de Dios, identificado con el Niño de Belén, complementando todo su ser. Y de esta forma se logra un clima de espiritualidad que raya en el misticismo. Leído el poema, lo que queda claro es que Juan Ramón Jimémez se ha impuesto la autoexigencia de componer una poesía cada vez mas desnuda, tanto de anécdota como de artificio retórico.

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