Isabel, la prima de la Virgen María que dio a luz al mayor hombre de todos los tiempos
Entre todas las santa Isabel que la Iglesia celebra, el 5 de noviembre se recuerda la fiesta de una mujer «a la que llamaban estéril» y que, sin embargo, fue protagonista del milagro de la vida
Su nombre era Isabel, a secas. Se desconoce su apellido, así como los detalles de su infancia y juventud. Sin embargo, lo que la distinguía era su relación familiar con la criatura más grande que jamás ha existido: la Virgen María. A pesar de su escaso historial conocido, hay un dato que además la hacía única: a pesar de ser «aquella que llamaban estéril», concibió a una edad avanzada a un niño al que pondría por nombre Juan y que, posteriormente, pasaría a convertirse en un predicador, un hombre de quien Jesús llegó a decir que «entre los nacidos de mujeres, no ha habido nadie mayor que él», (Mt 11,11).
En escena entra un tercer personaje, un sacerdote llamado Zacarías, perteneciente al grupo de Abías. Su vida estaba marcada por la rectitud y la dedicación al servicio de Dios. Zacarías estaba casado con Isabel, descendiente de Aarón. Ambos eran justos ante los ojos de Dios, como describen las Escrituras, y se esforzaban por vivir de acuerdo a todos los mandamientos y preceptos del Señor. Sin embargo, había una sombra en la vida de este matrimonio: no tenían hijos, pues Isabel era estéril y ambos ya eran de avanzada edad.
¿Dudar o aceptar?
Un día, mientras Zacarías oficiaba en el templo, le tocó en suerte, como parte de su servicio sacerdotal, entrar en el Santuario del Señor para ofrecer incienso. La multitud de personas aguardaba afuera, en oración. Mientras se encontraba allí, una aparición extraordinaria ocurrió. De repente, el ángel Gabriel se presentó ante él, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se turbó y un profundo temor se apoderó de su corazón.
El ángel, con voz serena y reconfortante, le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada. Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan». Las palabras del ángel eran como una melodía de esperanza. «Él será para ti gozo y alegría, y muchos se regocijarán en su nacimiento; porque será grande ante el Señor. No beberá vino ni licor, y estará lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre. Convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios, e irá delante de Él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, preparando así al Señor un pueblo bien dispuesto».
Nada mal lo que lograría hacer su hijo. Sin embargo, antes de continuar con la historia, es necesario hacer una pausa. Seis meses después, le ocurriría algo similar a una mujer llamada María, en un pequeño pueblo llamado Nazaret. Las reacciones de ambos ante este anuncio serían totalmente diferentes, y este contraste supone un punto de inflexión en la narrativa.
Zacarías, atónito por la revelación, dudó: ¿Cómo podré saberlo? Soy viejo y mi esposa es de avanzada edad. Ante su incredulidad, el ángel se presentó con firmeza: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios, y he sido enviado para anunciarte esta buena nueva. Como consecuencia de no haber creído en mis palabras, quedarás mudo y no podrás hablar hasta que se cumplan estas cosas».
Un giro en la vida de Isabel
Días después, la vida de Isabel cambiaría radicalmente. Para su asombro y alegría, concibió un hijo. En su corazón, sabía que esto era un milagro, una respuesta a sus oraciones y un regalo de Dios. Para evitar las miradas curiosas de los demás, Isabel decidió mantenerse oculta durante cinco meses. Sin embargo, en su soledad, se llenó de gratitud y asombro por el milagro de la vida.
Isabel no solo había recibido la bendición de ser madre, sino que también había sido elegida para dar a luz al hombre que prepararía el camino para el Señor. Su historia, marcada por el anhelo y el milagro, resonaría en los corazones de muchos y se entrelazaría con la de su prima María, dando inicio a nuevos tiempos.
María «marchó deprisa»
A 140 kilómetros de distancia, y seis meses después, María, un mujer «llena de gracia», desposada con un carpintero llamado José, decidió visitar a su prima Isabel. ¿Qué razón le motivaba a emprender semejante viaje? Un ángel llamado Gabriel unos minutos antes le había dicho que su pariente Isabel estaba embarazada de 6 meses «porque para Dios, nada hay imposible». María, con prontitud y decisión «marchó deprisa» a su encuentro.
La Virgen vivía en Nazaret, al norte de Israel, mientras que Isabel residía en Ain Karin, una localidad montañosa de Judá. Para llegar a la casa de su prima, María tuvo que recorrer una distancia considerable. A pesar del viaje, cuando llegó, el saludo de su voz fue como un torrente de gracia. Isabel, al recibirla, la reconoció como «la madre de mi Señor» y sintió que el niño en su vientre «saltó de gozo».
Isabel, iluminada por el Espíritu Santo, proclamó la grandeza de María, exclamando: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lucas 1, 45). Ante estas palabras, María elevó una oración que ha perdurado a través de los siglos: el Magnificat, en el que alabó a Dios y celebró su propia pequeñez.
Dos actitudes frente a Dios
La diferencia en las reacciones a los mensajes del ángel es notable. Zacarías había cuestionado el anuncio, mostrando su incredulidad y demandando una señal que confirmara la palabra del arcángel, mientras que María aceptó con fe y disposición lo que le había sido revelado y buscó entender cómo se llevaría a cabo el milagro.
Como dijo san Juan Pablo II en una de sus reflexiones: «En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiarse al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad».
El encuentro entre María e Isabel duró tres meses, en el que compartirían sus alegrías y sus incertidumbres. Al final de este tiempo, el nacimiento de Juan Bautista llenaría de alabanza a Zacarías, quien recuperó el habla, y el de María sería un paso más hacia la historia de la salvación: Jesús había nacido.