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tribunaGregorio Luri

Cúcuta y la salsa de tomate

Después del chaparrón cotidiano, se alteraron súbitamente los olores del día y, niños de la edad de mis nietos buscaban comida entre restos de basura

Actualizada 09:54

Allá donde la pobreza es más descarnada y los hombres parecen más abandonados de la mano de Dios es donde se producen los milagros. Ese, el de la pobreza, es el estricto lugar del milagro, porque Dios tan solo hace milagros a través de los pobres y para los pobres.

De pie, frente a los más de trescientos adolescentes de once centros educativos diferentes de Colombia mantuve durante unos segundos el silencio expectante con que se esperaban mis palabras, como una muestra de respeto a los presentes. Un profesor de filosofía, Jorge Enrique Ramírez, un sabio entrañable, discreto y eficiente, me acababa de asegurar que todos y cada uno de los jóvenes que me miraban estaban marcados por la tragedia… la de la guerrilla, la de los paramilitares, la del ejército, la de los narcos colombianos, la de los narcos mexicanos, que han llegado recientemente, decididos a verter más sangre sobre la tierra quemada. «Y no descartes que alguno haya sido captado por la nueva guerrilla emergente».

Esta tierra, fronteriza con Venezuela, fue la de mayor violencia guerrillera y sigue siendo la mayor productora de coca de Colombia.

Tal como los veía, tan cordialmente expectantes, parecían adolescentes similares a cualesquiera otros adolescentes del mundo, pero había algo en ellos que los hacía adultos: Una madurez en los gestos y la postura; una corresponsabilidad en la marcha pulcra del evento… Quizás lo que mostraban sin saberlo es que ya habían sufrido con creces todo lo que uno de nuestros adolescentes sufrirá a lo largo de su vida. Finalmente, comencé a hablar de Sócrates a hijos de asesinados, de mutilados, de desplazados. Y sentí clavadas en cada una de mis palabras sus intensas miradas.

Les recordé aquella anécdota que cuenta Apuleyo: estaba Sócrates hablando con un grupo de jóvenes como ellos. Todos participaban de manera entusiasta en el diálogo… Todos, menos uno, que, recogido en sí mismo, no abría la boca. Sócrates, que venía observándolo con detenimiento, finalmente le dijo: «¡Habla, para que te vea!»

«Hablad», les dije, «para que seáis visibles, en primer lugar, a vosotros mismos y después a los otros. Hablad, para que vuestra memoria esté construida con palabras y no solamente con imágenes. Hablad porque, como dice Platón, la filología (el amor al lenguaje) brota de la misma fuente que la filantropía; así como la misología (el desprecio o desconfianza hacia el lenguaje) es el mejor acicate de la misantropía. Hablad, para salir a esa luz, que, según San Juan, es el rostro del Logos, que es Dios. Hablad, porque el misántropo, como dice también este evangelista, habita en las tinieblas».

Y mientras los animaba a que el logos se hiciese carne en ellos, me sentí, por primera vez en mi vida, digno merecedor del nombre de filósofo. Eran sus ojos tan abiertos los que me legitimaban para ello.

Cuando callé, se apresuraron a tomar la palabra y juro que nunca he asistido a un debate filosófico más intenso, más vivo, más profundo y, al mismo tiempo, más terapéutico. Aristotélicos sin saberlo, llevaban con naturalidad las cuestiones desde su experiencia cotidiana, hasta la idea. Y, finalmente, rodeado de sus preguntas, se fue desvaneciendo la mañana.

Así se desarrolló, el pasado día 4 de octubre, el Tercer Foro Internacional de filosofía, que tuvo lugar en un centro educativo muy pobre, el Colegio Julio Pérez Ferrero, de un barrio misérrimo de Cúcuta, pero sobre el cual sobrevoló generosa la lechuza de Minerva. A mi lado estaban el Secretario de Educación Municipal, el director del centro y dos miembros de la Comisión de la Verdad.

Al atardecer, después del chaparrón cotidiano, se alteraron súbitamente los olores del día y, bajo las pobres luces de los barrios cucuteños, niños de la edad de mis nietos se distribuyeron la ciudad buscaban algo con un resto de valor en las papeleras que volcaban sobre las aceras. A su lado, esos perros, tan característicos del tercer mundo, perros ascéticos donde los haya, buscaban con una fe inmensa una huella de comida entre los últimos restos de la basura saqueada.

A la mañana siguiente cruzamos el río Pamplonita para llegar, primero, hasta la ciudad colombiana de Pamplona (uno es, fatalmente, navarro), y, después, culminar nuestra excursión en el puente internacional Simón Bolívar, recientemente abierto, pululante de miseria transeúnte. Pero la verdad de la frontera no sucedía allí, sino entre los caminos escondidos de la selva, por donde, durante aquellos días, expuestos a mil acechanzas, miles de venezolanos llegaban a Colombia con la intención de continuar caminando hasta los Estados Unidos. Desde allí le tarareé mi cariño a mi admirada amiga Lourdes Sánchez, directora de las corales juveniles de Venezuela, con la que, algún día, sin duda me volveré a encontrar.

Nunca me he sentido ni colombiano en Colombia, ni mexicano en México, ni ecuatoriano en Ecuador… pero ni en Colombia, ni en México, ni en Ecuador ni en ningún otro sitio de Hispanoamérica me he sentido ni un solo instante extranjero. Allá, amigos, vive una parte de nosotros mismos. Una parte que tenemos que conquistar cada día, como se conquista cada día a la mujer que amas.

Mientras tanto, en Europa, unos jóvenes rebeldes, joven Guardia Roja del tiempo, echaban salsa de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh.

  • Gregorio Luri es filósofo, pedagogo y ensayista
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