Sobre los emojis mudos y la falta de comunicación
No olvidemos que, por muchos emojis que inventen, nunca podremos descubrir nuestro propio rostro en ninguno de ellos
La inteligencia artificial no es tan inteligente. De momento
Comunicarse nunca ha sido tan fácil y, a la vez, tan frustrante. Después de los años de la pandemia, hemos experimentado un auge en las tecnologías de la comunicación en tiempo real a un nivel no visto hasta ahora, mejorado y aumentado por la proliferación de la IA. Muchas reuniones y encuentros, hasta ahora inviables en su realización o periodicidad, se han vuelto habituales en nuestra vida cotidiana y en trabajos y labores académicas. Y, sin embargo, vivimos profundamente incomunicados. Quizá el lector piense que estoy exagerando mientras la pantalla de su teléfono se ilumina por una notificación de un mensaje entrante; sin embargo, ¿es esto comunicación? O, mejor dicho, ¿es satisfactoria esta comunicación?
Si la comunicación es la recepción de un mensaje, enviado por un emisor, por parte de un sujeto receptor con posibilidad de interacción, entonces estamos en constante dinámica comunicativa. Ahora bien, esta simplificación del proceso comunicativo puede parecer bastante infantil. Son muchos los elementos que intervienen en un proceso comunicativo, pero todos sabemos que no siempre que se repite este proceso nos consideramos «conectados» o en comunicación con el emisor. Si no, que se lo pregunten a mi bandeja de correo entrante en todos sus mensajes sin abrir o sin contestar.
Esta simplificación del proceso comunicativo puede parecer bastante infantil
La comunicación humana es mucho más que eso, y solo mediante una comunicación satisfactoria se desarrolla nuestra dimensión social e interpersonal. Somos personas de carne y hueso, y necesitamos la intervención de todo lo que somos en el proceso comunicativo. Una comunicación «gnóstica», o basada en el intercambio de contenidos informativos, nos parece satisfactoria para nuestro afán de saber, pero no nos conecta con el otro. Creo que todos estaremos de acuerdo en que no todas las formas de comunicación son igualmente satisfactorias, ni nos hacen sentir igualmente en interacción con el otro. Ahora bien, si esto es cierto, ¿dónde está el problema? En principio, todos asumimos que hay distintos tipos de comunicación en nuestra vida cotidiana y esto no supone un contratiempo.
A juicio del que escribe, el problema no está en los distintos modos de comunicarse, sino más bien en lo que esperamos de esa comunicación. No todos los modos de comunicación nos satisfacen igual, pero parecemos empeñados en ser efectivos incluso en términos comunicativos. Es cierto que, en muchas ocasiones, los flujos de trabajo parecen exigirlo, pero ¿debemos conformarnos siempre con una comunicación mermada en ámbitos como el laboral o el académico?
¿Puede que el trabajo o el aula hayan dejado de ser, sin darnos cuenta, ámbitos para la sociabilización?
Si nuestras comunicaciones, constantemente, se reducen a la digitalidad, ¿puede que el trabajo o el aula hayan dejado de ser, sin darnos cuenta, ámbitos para la sociabilización? Es cierto que mis compañeros de trabajo o de clase no están destinados a ser amigos míos, pero cumplen una función social en tanto que son las personas con las que interactuamos a diario. Y el problema no es que perdamos esas relaciones sociales, es que pensamos que no las hemos perdido. Que el cruce de miradas o la postura desafiante pueden ser sustituidas por un emoticono sacando la lengua. Y es ahí donde viene la decepción.
Una decepción comunicativa que, sin darnos cuenta, se va introduciendo en lo más profundo de nosotros, y nos hace creer que la comunicación no sirve para que salgamos de nosotros mismos. De hecho, no es raro saberse solos en medio de un cruce de correos electrónicos o mensajes instantáneos que solo hacen que aumente en nosotros el cansancio de sentirnos ineficientes ante la expectativa de contestar tantos correos como nos envíen, convirtiendo nuestro afán comunicativo en una tarea más a completar en nuestro quehacer cotidiano. Lo que antes se traducía en una comunicación más o menos eficaz, ahora se traduce en un check en nuestra lista de tareas, que contribuye a un cansancio existencial en medio de nuestra autoexigencia cotidiana. ¿No estaremos pasando de animales sociales a gestores de información?
En nuestro afán de autonomía, hemos pasado de ser imago Dei a ser Digital Product
Puede parecer que, ante los avances de la tecnología y de la comunicación social, necesitamos redefinirnos y, sin embargo, no nos damos cuenta de que estamos siendo redefinidos; que, en nuestro afán de autonomía, hemos pasado de ser imago Dei a ser Digital Product. De hecho, quizá nuestra fascinación frustrante ante el avance de la IA venga de pensar que nosotros somos meros gestores de información. Y, en eso, la IA nos gana, porque lo hace mejor. Si nuestra comunicación se reduce a transmitir información de unos a otros, la IA se comunica mejor que nosotros, porque el contenido siempre contará con más elementos constitutivos que nuestros correos electrónicos. Puede que hablemos de Inteligencia Artificial porque creemos que la inteligencia se reduce a saber aglutinar contenidos y exponerlos de una manera ordenada. Y, sin embargo, la comunicación es más que la transmisión de información.
Necesitamos de la comunicación con el otro, y otro en el que nos sintamos reconocidos. Si comprendiéramos el acto comunicativo en su trascendencia, quizá descubriríamos que no se trata tanto de transmitir información, como de un movimiento en salida en busca de un encuentro que nos dice quiénes somos. Eso es lo propiamente humano. Si perdemos este encuentro, no sólo perdemos al otro, sino que nos perdemos a nosotros mismos, porque las personas que tenemos enfrente nos descubren quiénes somos en dimensiones que, para uno mismo, resultan inaccesibles.
Nuestro rostro solo es accesible en la mirada del otro
Por tanto, conviene recordar siempre la inspiración de Emmanuel Levinas, cuando nos recuerda que nuestro rostro solo es accesible en la mirada del otro, y nunca podremos contemplar nuestro propio rostro en acción si no es en los ojos de quién nos mira. Y no olvidemos que, por muchos emojis que inventen, nunca podremos descubrir nuestro propio rostro en ninguno de ellos; sólo nos advertirán, en un intercambio de información, que ellos no pueden decirnos quienes somos.
* Domingo Pacheco es sacerdote diocesano de Valencia, Capellán y director de la Cátedra de Teología Joseph Ratzinger de la Universidad CEU Cardenal Herrera y Consiliario Diocesano de Juniors M.D. Licenciado en Teología Histórica y Máster en Ética y Democracia. Es, además, coordinador del Grupo de Reflexión sobre IA del área de Filosofía y Ética del CEU.