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Imagen de una urna en las pasadas elecciones autonómicas de Madrid

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El Debate de las Ideas

La democracia convertida en antropología. Parte III: ¿hay una ética democrática?

Cuando no hay un Dios por encima de la democracia al que rendir cuentas cuando se apaga el día, ¿qué sentido tiene cumplir normas?

Cuando la democracia constituye el nuevo modelo antropológico, los cimientos de la ética se resquebrajan o, al menos, se ven sometidos a una honda reconfiguración. Aunque, antes de avanzar por este derrotero, demos un paso atrás y reconsideremos qué definición podemos dar a «democrático».

Imaginemos que «democrático» es algo parecido a «liberal», en el sentido de «magnánimo», y se refiere más a un talante que a una forma de configurar o aprehender la naturaleza de las cosas. De esta manera, una «educación democrática» sería aquella que procurase llegar a toda la población, sin acepción de personas. No sería, por tanto, un sistema docente basado en que la mayoría decida lo que se imparte, cómo se imparte, o si las niñas y los niños han de jugar juntos y, en consecuencia, debe desaparecer del patio toda zona donde los varoncitos puedan dedicarse a dar balonazos. Esta «educación democrática» —sin encomendar su gobierno a la opinión mayoritaria— se centraría en el esfuerzo que todos deben aplicar —con independencia de su extracción social o su origen— para alcanzar la excelencia académica. Aquí, como cabe observarse, entran dos conceptos que requieren de un equilibrio —en ocasiones, bastante dinámico—, y esos dos conceptos son: «todos» y «excelencia».

Retrocedamos al año 1938. El ministro de Educación es Pedro Sainz Rodríguez y en septiembre el jefe del Estado firma una ley de Bachillerato con tres páginas de preámbulo y ocho de articulado, dividido en un artículo preliminar, dieciséis bases y cuatro artículos. Aquel era un bachillerato de siete cursos, con siete años obligatorios de lengua y literatura latinas y cuatro de lengua y literatura griegas. Un bachillerato que permitía estudiar dos lenguas modernas —inglés o alemán, y francés o italiano— y que incluía dos horas semanales de dibujo y «modelado», y seis de «ejercicios gimnásticos; música y canto; trabajos manuales; visitas de arte». Un plan de estudios de alta exigencia; tan alta, que no estaba al alcance de todas las personas.

Años más tarde, el gobierno optó por añadir una serie de modificaciones, de suerte que el bachillerato resultase más accesible para el común de la población. Podemos entender que el criterio con que se amoldaba —o suavizaba— aquel bachillerato venía dado por el proyecto social del gobierno. Aquella era una España que tenía la mirada puesta en construir pantanos, carreteras —autovías, pocas, poquitas—, centrales nucleares, fábricas de coches, urbanizaciones, hoteles y apartamentos turísticos, y todo eso que se denominaba «desarrollo». Como para construir un puente importan más las reglas de cálculo y la física que Tucídides, las horas de Latín y Griego se fueron reduciendo, y, al final, fue aumentando el porcentaje de personas que estudiaban el bachillerato y que entraban en las universidades. También aquellas «universidades laborales». Las oficinas de las modernas ciudades se llenaban de personal con un nuevo tipo de cualificación, porque el país se transmutaba en una economía industrial, de servicios e incluso finanzas. España se alfabetizaba y millones de personas se desplazaban de la rusticidad a la urbe. El arado se cambiaba por el tractor, y la vaquería se cerraba para abrir una sucursal bancaria.

En ese momento aparece la ley educativa que —según el criterio de magnanimidad o liberalidad antes aducido— cabría definirse como la más democrática que ha habido en la historia española. La ley que, según Alicia Delibes, rompía de manera definitiva con el plan asentado desde Moyano y que introducía rudimentos de pedagogía inicua o sospechosa. Nos referimos a la Ley General de Educación de 1970. La ley de la EGB, el BUP y el COU, y que el gobierno de Suárez, tras las elecciones de 1979, se encargó de adaptar a la idiosincrasia constitucional. En 1980, Francisco Rodríguez Adrados se quejaba en la Revista de Bachillerato de esa ley, pues, en su opinión, «la reducción del Bachillerato ha sido un error». Recordemos que aquel BUP era de tres años —uno más que hoy—, y que se requería luego del COU, para poder ingresar en la universidad. Según Rodríguez Adrados, la ley de 1970 aplicaba «a la enseñanza tratamientos entre frívolos y demagógicos que han causado daños sin cuento». Parece evidente que el equilibrio entre el «todos» y la «excelencia» resulta complejo.

Tras la ley de 1970, el PSOE —que primero aprobó su Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación (1985)— decidió derribar otra vez por completo el régimen de enseñanza, y, mediante la tabula rasa, implantó la actual estructura por obra y gracia de la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (1990), más conocida por su sigla: LOGSE. Llamativo que la ley incluyera en su denominación palabras algo redundantes: «ordenación» y «sistema»; «orgánica» y «general». Curioso también que esta ley la pergeñase un sobrino de Salvador de Madariaga. Los EGB, BUP, COU —lamento dar la impresión de que me olvido de la Formación Profesional— se vieron sustituidos por la Primaria, Secundaria Obligatoria y Bachillerato. Y, sobre todo, el rigor académico y la disciplina descendieron a un nivel jamás visto. En este sentido, no es, desde luego, una ley «democrática», pues se limita a poner la nada al alcance de todos. Los gobiernos del PP han parcheado esa ley con sus LOCE y LOMCE —esta última llegó a aplicarse, grosso modo, siete años—, y los del PSOE la han recuperado en sus términos originales o la han empeorado con sus LOE y LOMLOE —otra vez la redundancia: «Ley Orgánica por la que se modifica la Ley Orgánica de Educación».

Este ejemplo permite comprender mejor dos de las muchas acepciones del adjetivo —¿o es un substantivo?— «democrático», así como sus paradojas, pues la ley educativa más «democrática» —un mínimo de excelencia al alcance de todos— fue, precisamente, la última que alumbró el franquismo —con su amorfa actitud ideológica de ribetes tecnocráticos. Y las menos «democráticas» —las que más han devaluado el nivel medio— son las aprobadas por casi todas las mayorías parlamentarias. A la UCD le cabe el honor de ser democrática en ambos sentidos. Por algo estaba en el Centro.

La idea de «excelencia al alcance de todos» se asemeja a la aspiración de hidalguía que Enrique García–Máiquez postula en su Ejecutoria. Parafraseando a este portuense nacido en Murcia, y a un santo nacido cerca de los Pirineos, una ética democrática podría ser aquella que se define como una llamada universal a la areté (ἀρετή). A la excelencia, el mérito, la virtud, la exigencia. A eso que llamamos «la mejor versión de uno mismo», y que sólo comenzamos a columbrar cuando duele. Ya lo dice mi adagio griego en medio hexámetro (trímetro) dactílico: ἄλγος ἀληθείας μέτρον («el dolor es la medida de la verdad»). Pero no es el dolor del gimnasio, ni el dolor de no llegar a ese alocado porcentaje de cuenta de resultados. Es el dolor de saber que, de repente, el próximo, el padre canoso y torpón —ese Noé senil que se emborracha y cae desnudo—, la hija de ocho años con cáncer terminal, te importan más de lo que pensabas. Porque hablamos de la aristocracia de quienes rinden al máximo sus talentos. De quienes saben que la vida buena no suele ser una vida cómoda ni segura. De quien se dice: «para mi esposa, quiero ser el mejor marido del mundo y voy a empeñarme en ello… aunque no haya conocido aún a la que será mi esposa».

Por tanto, he aquí la paradoja: si entendemos lo «democrático» como la actitud de no excluir a nadie —a partir de su mera condición humana, de su dignidad humana—, y no como un orden antropológico —como una perspectiva que, según ciertas mayorías, define el bien y el mal—, entonces una ética democrática no será otra cosa que una ética clásica no clasista, valga el juego de palabras. Una ética de la excelencia, en el sentido de la exigencia a un mismo, y de la exigencia implícita que la sociedad —no el estado ni las leyes, sino el mos maiorum, el êthos heredado y que se revigoriza en cada generación— demanda a cada cual. Esta ética —que no ha de confundirse con la ética calvinista, con el puritanismo— democratiza la aristocracia, porque a todos extiende un arduo equilibrio entre ingentes derechos y obligaciones, marcado por la conciencia de saberse limitado —un día el talento te bosqueja o columbra tu limitación y ahí vislumbras la felicidad, en la linde y no en el fulgor del éxito. Siguiendo con el ejemplo antes desarrollado, el primer derecho sería una educación de calidad que permitiera disponer de una formación humanística y ayudara a forjar el carácter y el criterio. La obligación no sería sólo rendir al máximo los talentos y esforzarse en los estudios, sino agradecer este legado. No hay virtud ni dicha sin agradecimiento.

Por su parte, el Estado —desde este punto de vista—, se definiría por sus numerosas obligaciones y sus escasos derechos. El Estado tendría la obligación de favorecer y salvaguardar el derecho a una educación de calidad para todos, lo cual no equivale decir —en ningún caso debe interpretarse así, salvo como obligación subsidiaria— que el Estado goce del derecho a gestionar la educación. Ni mucho menos pretender disponer del monopolio de la enseñanza. De igual manera que sería obligación del Estado garantizar las condiciones para que todo el mundo ejerciese un trabajo digno —lo digno es lo conveniente, lo merecido— y libre que sirviera para fundar y mantener una familia. Lo que nunca ha podido suceder, cuando el Estado ha decidido ser el protagonista de la economía. De nuevo hablamos de equilibrios complejos y dinámicos, inasibles a prejuicios ideológicos.

Por el contrario, quienes entienden que la democracia es una antropología no pueden admitir que existan obligaciones derivadas del mos maiorum, ni del êthos heredado. De igual modo que tampoco admitirán que exista un Dios legislador, pues será la sociedad democrática y soberana —remárquese que, en este contexto, Dios no puede ser soberano de verdad; sin más, se le permite el derecho a la existencia y a recibir culto, a ser posible, privado—, representada en las Cortes, la que, de una manera o de otra, indique lo bueno y lo malo. Así, el bien y el mal dejarán de ser categorías absolutas y pasarán a ser meros consensos. Como hace unos meses me confirmaron en una mesa redonda celebrada en las oficinas de la agencia Harmon en Madrid, hablar del «bien común» es algo reservado para filósofos, es un debate de altura intelectual. Una manera muy educada de llamarme pedante. Lo único —según me dijo durante aquel coloquio alguien que se dedica a eso que denominan «advocacy»— que cabe negociarse es el «interés general», que, a fin de cuentas, no es más que un consenso entre intereses particulares. Los de la Agenda 2030 —una religión laica que pretende sustituir a la religión tradicional— piensan que ellos sí han dado con el «bien común», pero lo definen de otro modo.

La consecuencia de sustituir a Dios —o algo que se le parezca, como la condición humana, la naturaleza humana, la herencia antropológica o incluso la Tykhe o el Fatum— por la democracia entendida como antropología es el arribo de una ética que todos sabemos que es falsa, que es mero constructo, que, en el fondo, no nos ata, no nos vincula. A la postre, la ética se convierte en uno de esos debates de «altura intelectual», o sea, pedantería bizantina para nostálgicos. La ley, en tanto que externa, no es otra cosa que una serie de normas de juego que nada tienen que decirnos sobre las grandes cuestiones. Tan ley es la que condena la violación como la que prohíbe saltarse un semáforo en rojo o la que nos sanciona si no separamos en la basura lo orgánico de los vidrios. En la época del poliamor y del llamado «matrimonio homosexual», ¿qué sentido tiene no regular la poligamia? Vivimos en la conciencia de que nada obliga de veras y de que la democracia es mero positivismo jurídico.

La serie Sumper pumped: The battle for Uber (2022), sin pretenderlo quizá, exhibe en qué consiste la ética dentro de una democracia entendida como antropología. La ética es un aderezo cultural y las leyes no son más que normas de tráfico o reglas del juego. No hay nada dentro de cada uno que nos censure violar esas reglas; para impedir que un delantero rival marque el gol de la victoria o del empate en el último minuto, nadie dudaría a la hora de derribarlo con todas las fuerzas, aunque eso implique clavarle los tacos y quizá romperle la pierna. Una tarjeta roja es un buen precio si, al final, se gana el partido, y no digamos el torneo. En Sumper pumped se narra el modo como se fundó Uber y llegó a convertirse en lo que es hoy. Es un modelo de negocio que sólo atiende al resultado. Da igual que los conductores sean, en su mayoría, inmigrantes en repulsivas condiciones laborales. Da igual que los conductores de Uber sean pésimos al volante y generen inseguridad vial, o que deban entregarse a jornadas extenuantes. Da igual dónde se pagan los impuestos, que no dejan de ser una especie de multa preventiva. Da igual si, para obtener mejor información de mercado, se emplea la aplicación de Uber como una suerte de maleware, de programa informático que, sin permiso del usuario, maneja sus datos personales e incluso la cámara y el micrófono. Da igual si, para mantener una ventaja competitiva —una trampa en este juego que es el libre mercado regulado—, se modifica la aplicación, a fin de que no funcione como maleware únicamente en diez millas a la redonda de Cupertino, donde Apple tiene su sede y desde donde, en consecuencia, puede evaluarse si la aplicación de Uber cumple con la normativa de privacidad.

Cuando no hay un Dios por encima de la democracia al que rendir cuentas cuando se apaga el día, ¿qué sentido tiene cumplir normas?

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