Almodóvar, cuando el sermón se impone sobre las lágrimas
La controvertida reciente película del cineasta manchego, La habitación de al lado, se adapta como un guante a esta última etapa creativa, en la que las consignas se solapan a veces sobre cualquier empeño artístico
Y entonces, ¿cuándo es que el cine de Almodóvar se fue al carajo?
Sus más acérrimos enemigos, quienes nunca le han concedido al director manchego la más mínima oportunidad, y mucho menos ahora, cuando se ha transformado en uno de los voceros más entusiastas de los últimos gobernantes socialistas, hasta incluso dejarse seducir por la apostura de un Sánchez al que ha colmado de sonrojantes piropos por su físico (la que se montó en su día cuando Saura le dijo guapa a Penélope Cruz durante una ceremonia de los Goya; por poco tiene que irse del país), parecen tenerlo claro. Jamás debería haber rodado ninguno de sus filmes. Tampoco es eso.
Si nos ponemos en ese plan, estaríamos cayendo en el mismo ramplón maniqueísmo que este realizador aplica de un modo cada vez menos sutil al ideario de sus últimas obras, por no hablar de sus públicas peroratas en las entrevistas que concede a sus masajistas mediáticas, celebradas intervenciones en las ruedas de prensa de los festivales internacionales que viven de pretéritos esplendores y por ahí.
Antes de atizarle, convengamos al menos en que sus primeros filmes desprendían una inédita frescura, un cierto desmadre estilístico (el de quien aún no está en posesión de todos los resortes del oficio: lo cual a veces representa una ventaja) para ofrecer un retrato desenfadado de personajes y situaciones que, emparentado a su modo con la más asentada tradición esperpéntica española, servía para trazar un retablo costumbrista, puesto al día, de algunas de las transformaciones del país durante un momento crucial de su reciente historia. Principalmente en lo relativo a las relaciones personales y al tratamiento del sexo.
El reflejo de una época de nuevas ilusiones y optimismo
Aquella novedosa efervescencia, plena de un radical optimismo e ilusiones, se oponía a los temores de quienes presagiaban que la reedición de viejos enfrentamientos civiles, tarde o temprano, era inevitable; pero mientras, algunos intentaban disfrutar de esa libertad que parecía como caída del cielo.
Y el fogonazo original del primer Almodóvar reflejaba algo de ese cambio que España ya había comenzado a emprender en los últimos años de la dictadura para cristalizar, de manera definitiva, durante la Transición y la explosión libertaria que supuso la denominada Movida para los nuevos exponentes de la cultura popular.
Más en las formas que en el fondo, todo sea dicho. Por fin se podían introducir «tacos» y otras expresiones malsonantes en las letras cantando para las grandes audiencias de los medios aún públicos, aunque aquella proliferación de grupos con nombres a cada cual más exótico, ingenioso o extravagante produjera solo un par de artistas con intenciones de perdurar (ahora que Sabina publica un último vals, puede afirmarse que quizá sea él lo más parecido que hayamos podido estar de un Leonard Cohen local, por ejemplo).
Aquellos lógicos destellos de alborozo ante una etapa inédita encontraron un estimulante cauce de expresión en las primeras cintas almodovarianas que se asomaban con descaro a la modernidad, aunque sin desprenderse aún del todo el influjo de la tradición, como si momentáneos apuntes de Goya, Quevedo o Valle-Inclán lograran insertarse, de repente, entre los exabruptos de un John Waters y su amplio, provocador catálogo de perversiones o el singular universo personal de un Fassbinder.
La verdad oculta tras las conquistas sociales
Aquel joven llegado de un pueblo de La Mancha poseía, además, sensibilidad para desvelar ese otro rostro menos amable y entretenido de la nueva fiesta, el de los punzantes dramas que a veces se ocultaban tras las fachadas de los enjambres de pisos en los barrios populares de las grandes ciudades.
Como apuntaba Josep Pla en sus dietarios madrileños, «después, claro está, si dejáis el centro y os adentráis en los suburbios, las cosas ya no son tan resplandecientes. Suelen ser más bien opacas».
Refugiadas en sus colmenas de asfalto, las clases medias-bajas, llegadas no hace tanto del pueblo (como el propio realizador), lejos de hallar aquí su Arcadia soñada se enfrentaban a menudo a las mismas miserias de antaño, solo que ahora con bidé.
Bajo ese signo se insertaría la crepuscular ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, posiblemente la mejor obra de Almodóvar, en la que incluso puede llegar a apreciarse el eco tremendista del gran Cela, aunque al realizador podrían llegar a salirle sarpullidos antes de reconocer cualquier coincidencia con el Nobel de Iria Flavia.
Su consagración mundial se verificaría con una versión algo sublimada de sus primeros balbuceos fílmicos, el a ratos entretenido vodevil Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde el humor se sobrepone al drama con algunas muestras del ingenio más propio de sus desmadrados inicios. A pesar de que la fórmula comenzara ya a albergar ciertos síntomas de un temprano agotamiento.
Quizá a partir de ahí, Almodóvar, consciente de su estatus de nuevo representante internacional del cine español (lo que antes habían sido Buñuel y luego Saura, ambos propietarios de respectivas cinematografías dotadas de un mayor espesor, consistencia y diversidad), decidió tomarse en serio su supuesta, recién adquirida categoría de autor para empezar a apuntar más alto, intentando pescar en caladeros con mayor prestigio, que le aportaran ese Oscar que se le había resistido con Mujeres.
Una nueva etapa en busca de la consagración como autor
La astracanada resultaba muy bien, pero había que enfilar el rumbo hacia el drama puro y duro hasta tornarse campanudo en el discurso, que en su última película roza lo pueril y panfletario, volcando su interés primordial en el universo femenino, donde parece manejarse con mayor pericia para resaltar su inteligencia y empatía, la superioridad moral frente al perplejo, acomplejado hombre de nuestros días, cercado por todos los frentes con reproches que vienen de lejos, hasta de relatos bíblicos (y cuya última víctima ha resultado inesperadamente un vividor de la política, de prosa tan enrevesada como su propio ideario, Íñigo Errejón).
Llegamos así hasta esta La habitación de al lado que algunos han recibido, ahora, como suma y compendio de la madurez del artista, una obra maestra contemporánea. Y efectivamente, el filme, a falta de mayores virtudes, ofrece un nítido resumen de todos los defectos asociados a este último tercio de su filmografía, lastrada esta vez por su vana pretensión de situarse en el centro del debate de los temas importantes, mientras representa la reiteración ad infinitum de su personal estilo visual, la «marca Almodóvar», lo que sus exégetas identifican, en este caso, como muestra palmaria de la máxima depuración de la puesta en escena, su personal manera de ver, entender y narrar el mundo.
Básicamente ni una cosa ni la otra. A poner el dedo sobre la llaga del debate acerca de la eutanasia llega con cierto retraso: varios años después de que Alejandro Amenábar llevara al cine la atribulada vida de Ramón Sampedro, con algo más de emoción en el retrato del tetrapléjico gallego (Bardem en uno de sus mejores trabajos) que la que ahora no logra alcanzar la más artificial Tilda Swinton (su estudiada androginia suma frialdad a su ya de por sí gélida expresión), y justo una década más tarde del estreno español, en Valencia, de la interesante ópera Cánticos desde el infierno de Davide Livermore, también basada en el mismo asunto.
La única aportación singular de Almodóvar al tema, si se puede considerar así, tendría que ver con su único, parcial punto de vista, la práctica negación de cualquier debate profundo, serio y contrastado sobre una cuestión tan delicada, plena de aristas. Lo cual se produce por la deliberada incomparecencia del contrario.
La amiga de la protagonista (la siempre espléndida Julianne Moore, aquí algo perdida y totalmente desaprovechada) esboza, sobre todo al inicio, algunas reticencias a su posible colaboración en el suicidio; pero lógicamente, tratándose de una mujer sensata, con ideas más cercanas al progresismo que esa tan odiada «caverna» a la que apunta el director, apenas opone una tibia resistencia y acaba casi inmediatamente convencida de su papel.
No ha lugar a demasiadas argumentaciones sobre el asunto esencial, junto al que también pululan, a modo de pegote instrumental, a través de ese desencantado progresista (en otro tiempo se supone que la izquierda reflejaba la esperanza) que incorpora John Turturro, las tópicas referencias al cambio climático, el auge de la extrema derecha, … ¿Quién podría cuestionar el legítimo deseo, su voluntad de hacer un mutis rápido, higiénico y silencioso de la protagonista? Lógicamente solo una mente cerril, un fascista de manual.
Un policía como representación de las ideas del fascismo
La obsesiva descalificación de quienes no piensan como él, lleva a Almodóvar, en ese impostado último tramo de su propuesta fílmica (lo siento si desvelo algo esencial), el innecesario pegote del desenlace, a situar como principal opositor de la eutanasia al funcionario que estos días parece encarnar todas las iniquidades que una buena parte de la izquierda atribuye a la derecha, los agentes del orden (en Estados Unidos hasta algunos demócratas han llegado a sugerir que las fuerzas de seguridad deberían desaparecer de la sociedad: por este tipo de incongruencias, Trump parece ahora más inclinado a una nueva victoria).
Ni siquiera Pasolini caía en este tipo de triviales juegos tramposos, puesto que disponía de una formación humanística muy superior a la de su colega español
De este modo, el malvado rival a posteriori de la protagonista en su empeño de quitarse una vida que ya le pesa, deseando ahorrarse el tramo más penoso de su enfermedad, resulta ser un odioso policía: maleducado, gruñón, misógino, abusador, fanático religioso (así se le define en el filme)…, ese ogro sin entrañas, un monigote de una sola pieza, que parece reunir todos los «contravalores» de una derecha que para el autor es la bestia, tal que así, sin necesidad de mayores matices.
Ni siquiera Pasolini caía en este tipo de triviales juegos tramposos, puesto que disponía de una formación humanística muy superior a la de su colega español, y en sus últimos tiempos había alcanzado tal grado de hastío con la clase política de su país que repartía mandobles por igual a diestra y siniestra, nunca mejor dicho, sin acudir necesariamente a este tipo de vulgares simplificaciones.
El intelectual verdadero no da nada por sentado, y menos sin someterse antes a la exigente prueba de la confrontación de sus ideas. Pero Almodóvar ni es tal ni lo será jamás: destinataria de sus escasamente elaboradas consignas resulta su particular, fidelísima grey, rendido rebaño que siempre le profesará la fe del carbonero.
Un discurso desprovisto de hondura en un mecanismo de gélida precisión
En cuanto a la forma que este nuevo episodio del reconocible catecismo almodovariano adopta en su más reciente filme, tampoco añade ninguna novedad a lo que ya nos venía ofreciendo en sus últimas propuestas.
Su reconocible cromatismo, tan próximo a la estética (en otro terreno) del director de escena italiano Pier Luigi Pizzi en muchos de sus trabajos, más preocupados ambos por la decoración que en el diseño interior de sus personajes; el desaforado interés por las marcas (que en el fondo revela sus eternas frustraciones de clase), los objetos lustrosos y los ambientes pretendidamente sofisticados; su insistente pedantería (la habitual cita a pintores, escritores, colegas de mayor calado sin que venga a cuento: más que homenaje, su referencia a Persona de Bergman resulta un escarnio), a lo que se añade la blanda, seca, austera banda sonora del buen profesional que es Alberto Iglesias solo contribuyen a redondear este vano simulacro de las emociones reales, profundas y verdaderas.
La frialdad que entraña el mecanismo entero en su rebuscada, fallida perfección, en el fondo, no revela más que la ausencia de auténtica hondura. Su esquemático argumentario, dispuesto a través de este ejercicio de hueco formalismo, espanta cualquier sentimiento sincero, la más íntima emoción, incluso en quienes hemos perdido a algunos de nuestros seres más queridos por el cáncer (todo lo contrario que Isabel Coixet lograba en la maravillosa Mi vida sin mí).
No, no se derramarán demasiadas lágrimas con La habitación de al lado, ni tampoco nos convencerán de que las ideas de su autor son las únicas, válidas y determinantes, incluso si pudieran llegar a compartirse. La reiteración de este tipo de alardes maniqueístas no por insistente consigue convencer, como mucho mantiene en sus prietas filas a quienes ya se consideraban entre sus partidarios.