Cómo aprender ortografía para no llegar a la edad adulta sin saber escribir
Los errores ortográficos delatan las carencias culturales de quienes los cometen
¿Qué puede esperarse de un docente que no emplea el lenguaje con la corrección debida, oralmente y por escrito, y menos en el ámbito escolar? En muchos casos se produce esta paradoja, porque algunos docentes olvidan que su lenguaje es el primero de los elementos formativos con el que cuenta ante sus alumnos, si es que de educación hablamos.
Las causas que han conducido a esta situación, en el ámbito ortográfico, son complejas; y si funcionara una pedagogía consciente de su importancia, al término del primer ciclo de la ESO podría darse por aprendida. Habría que revisar su aprendizaje en los primeros niveles educativos, en los que en ocasiones se siguen aplicando metodologías inadecuadas y enseñando contenidos desfasados.
De hecho, y a la larga, los errores ortográficos lo que delatan son las carencias culturales de quienes los cometen. Por lo tanto, hay que empezar por hacer las cosas de otra manera en la Educación Primaria, que es la etapa en la que el cerebro del alumno está almacenando las primeras imágenes visuales, auditivas y cinestésicas de las palabras e integrándolas en contextos significativos en función de las circunstancias comunicativas.
Hay, por tanto, que leer más y mejor —actividad esta indispensable para una futura buena ortografía y una cierta amplitud de vocabulario—, trabajando simultáneamente —sobre textos que estimulen el placer de la lectura—, las dos caras del signo lingüístico: el significante (ortografía) y el significado (léxico-semántica). Y ello desde metodologías preventivas —y no correctivas—, y de carácter preferentemente inductivo —y no deductivo—.
Y con unos contenidos renovados que sustituyan el aprendizaje de unas reglas de ortografía, que no son pedagógicamente válidas, por el trabajo con familias de palabras —sin necesidad de entrar en cuestiones etimológicas, obviamente—; así como, en su caso, la manera de enfocar el dictado, que ha de convertirse en un instrumento de aprendizaje, y no en un sistema de control de errores ortográficos. Las tradicionales composiciones escritas sobre temas libres son suficientes para que, bajo la dirección del docente, cada alumno sea capaz de construir su propio inventario cacográfico, recurriendo incluso a la autocorrección con ayuda de las TIC.
Decíamos que hay que replantearse los métodos de aprendizaje léxico-ortográficos, y abandonar una enseñanza que pone más énfasis en la corrección del error —a veces inducido— que en la prevención para evitar que surja. No es de recibo, por ejemplo, por parte del docente, pronunciar mal para «ayudar» a los alumnos a escribir bien. Tampoco es pedagógicamente útil la tan frecuente «fuga de letras» —se ofrece al alumno la palabra mutilada para que la complete con la escritura de un fonema que cuenta con diferentes grafías, y que puede, por tanto, provocar el error ortográfico, ya que se dificulta la evocación de la forma válida que el cerebro conserva en memoria.
Y más aberrante resulta presentar a los alumnos textos erróneamente escritos para que los corrijan, convirtiendo así la ortografía en una especie de galimatías sin sentido, que es aún mayor cuando se transcriben párrafos sin signos de puntuación y en los que las palabras que requieren tilde no la llevan. Y qué decir de la selección de las palabras alejadas del vocabulario usual y recopiladas según criterios de poco uso, rareza o excepcionalidad —porque escapan a una determinada regla—; cuando son las más usuales —y demostrado está por los inventarios cacográficos elaborados por especialistas de prestigio— aquellas a las que se debería prestar una mayor atención, porque los errores ortográficos más frecuentes se concentran en ellas, y no son tantas.
También los contenidos debieran centrarse menos en unas reglas ortográficas que son de aplicación a un escaso número de palabras, a veces alejadas del vocabulario usual y, otras veces, del todo inútiles; y reemplazarlas por familias léxicas, cuya rentabilidad es mayor que la memorización de una normativa que, además, no se tiene en cuenta cuando se escribe; y como argumento de peso, baste con recordar que las reglas generales de acentuación ortográfica se conocen por todo escolar —son pocas, no tienen excepciones y se aplican a todas las palabras del idioma—; pero casi las tres cuartas partes de los errores ortográficos tienen su origen en la falta de tilde en palabras de uso.
Y en el caso de que se opte por la enseñanza de reglas «pedagógicamente válidas» —que las hay, aunque escasas en número—, estas deberán adquirirse por vía inductiva, es decir, ascendiendo de las palabras concretas hasta el descubrimiento de las normas cuya escritura regulan; y teniendo presente que lo fundamental no es tanto la adquisición de una determinada regla, sino el camino que se recorre hasta llegar a ella, de forma que, seleccionadas las palabras de mayor uso en la conversación ordinaria reguladas por tal norma —y que originan faltas reiteradas— se abordarán con esas palabras una amplia serie de cuestiones gramaticales referidas a las peculiaridades ortológicas, ortográficas, morfológicas, sintácticas, semánticas y de uso; y, de esta manera, además de adentrarnos en una reflexión sistemática y funcional sobre determinadas palabras de uso —que, sin duda, garantiza un conocimiento de las mismas muy superior al que proporciona su dimensión exclusivamente ortográfica—, cubriremos un amplio espectro de palabras que las reglas ortográficas, por sí mismas, nunca podrían abarcar.
Y en cuanto al dictado, que ocasionalmente se puede emplear como «sistema de control» del aprendizaje ortográfico alcanzado, hay que evitar oraciones con palabras homófonas que rayan en lo ridículo o que combinan palabras de poco uso engarzadas de manera algo burda. Es preferible seleccionar, por su categoría literaria y no por la dificultad intrínseca de tipo léxico-ortográfico de las palabras que contiene, un breve texto de cualquier escritor actual del que se pueda decir que es un maestro en el buen uso del lenguaje y, una vez estudiado con antelación desde todas sus vertientes gramaticales e incluso estilísticas, proceder a su dictado, en el caso de que se considere necesario; porque entonces el dictado se habrá convertido en un procedimiento de aprendizaje y no en un instrumento de evaluación que aspira a comprobar cuántas palabras es capaz de escribir erróneamente un alumno por centímetro cuadrado -por decirlo irónicamente.
En definitiva, afrontemos el aprendizaje léxico-ortográfico sin crear problemas -de metodología y de contenido- donde no debiera haberlos. ¿Será verdad, por ejemplo, que el mejor dictado es el que no se hace? ¿Será verdad que recitar reglas como papagayos solo sirve para llenar la cabeza de contenidos que carecen de funcionalidad? ¿Será verdad que cuanto mayor es el desarrollo de la competencia lectora mejor es la expresión oral y escrita? ¿Será verdad que el descrédito social que llevaba aparejada una mala ortografía ya no existe, porque «todo el mundo» comete errores ortográficos y no pasa nada? ¿Será verdad que la ortografía parece estar exclusivamente en manos de los profesores de Lengua Castellana y Literatura y que los de otras materias se inhiben ante los dislates ortográficos de sus alumnos, que no son tenidos en cuenta?
O abandonamos algunas prácticas pedagógicas —y actitudes— que tienen malas consecuencias para los escolares; o, cuando estos alcancen la vida adulta correrán el riesgo de no saber escribir.