Edward Gibbon, el historiador que inventó la decadencia y caída de Roma
Cátedra nos trae una nueva –y académica– edición de Memorias de mi vida, las memorias del importante historiador británico de la Ilustración, Edward Gibbon
La historiografía es la «disciplina que se ocupa del estudio de la historia» según la RAE, pero también de todas las personas que han dedicado su vida a la historia con teorías, trabajos, etc. Es decir, no solo es importante estudiar la guerra del Peloponeso, sino también estudiar la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, y a este mismo. No solo es importante estudiar todo lo referente al fin del Imperio romano occidental, sino también las grandes obras sobre el tema y a los grandes autores, como Edward Gibbon.
Nacido el 8 de mayo de 1737 en la localidad de Putney, en Surrey, Inglaterra, fue el historiador más importante de su generación, y podríamos decir que marcó un antes y un después en el estudio de la historia de la Roma antigua, y más concretamente sobre una cuestión que inquietó a pensadores y eruditos desde la Edad Media: por qué cayó el Imperio romano (de Occidente).
No entraremos aquí en ese debate, ni siquiera en el debate de si verdaderamente cayó o no el Imperio romano. Aquí hablaremos de Gibbon. Y precisamente este es uno de los mayores problemas a la hora de abordar su obra magna, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Historia de la decadencia y caída del Imperio romano): que se conoce mejor la obra que la vida de Gibbon, y esto, en muchas ocasiones, lleva a equívocos. Entender los factores que determinaron el pensamiento de este gran historiador (sus orígenes familiares, su contexto histórico-político, los ámbitos intelectuales que frecuentó, sus intereses, sus ideas religiosas, etc.) hará que el historiador actual se acerque a la obra de Gibbon totalmente preparado.
Se conoce mejor la obra que la vida de Gibbon, y esto, en muchas ocasiones, lleva a equívocos
A modo de ejemplo: hace unos días, en un congreso, un historiador con quien compartí mesa, y que abordó muy solventemente la cuestión de la idealización de que ha sido revestido el siglo II d.C. en la historia de Roma (es decir, desde el ascenso a la púrpura de Nerva en el 96 hasta la muerte de Cómodo en el 192), idea con la que yo estaba en total acuerdo, pasó a tratar la obra de Edward Gibbon.
Afirmó que este fue uno de los principales promotores del tópico historiográfico del siglo II d.C. (también en total acuerdo), pero al final sentenció: «Gibbon escribió su obra influenciado por la Pax britannica de su época» (¡Ay, qué fallo! –pensé–). Gibbon publicó su Decline and Fall entre 1776 y 1788; sin embargo, la Pax britannica es un fenómeno posterior, como mínimo posterior a Waterloo (1815), evidente sobre todo durante la época victoriana, es decir, décadas posterior a la obra de Gibbon. En otras palabras: este historiador controlaba a la perfección la historia del siglo II d.C., también conocía bien la obra de Gibbon, pero no conocía la vida ni el contexto histórico-político que influyeron al autor.
Y es esta la principal importancia que tiene Memorias de mi vida, dar un marco al historiador del presente para entender los factores que a Gibbon a llevar a cabo su obra. Si a esto, además, sumamos el cuidado trabajo de edición, traducción y anotación de Antonio Lastra, que respeta los formatos de los distintos manuscritos dejados por Gibbon a lo largo de sus últimos años de vida (hasta seis), dejando constancia incluso de los tachones en los originales y las sustituciones de palabras y expresiones, el lector puede realizar una inmersión completa en el proceso de redacción de las memorias.
cátedra / 488 págs.
Memorias de mi vida
Ahora bien, ¿qué encontraremos en las memorias? Brevemente: el porqué de que Gibbon llegara a ser «Gibbon». Para empezar, datos como el de que a punto estuvo de optar por las matemáticas en lugar de por la historia. Dice: «Además de los rudimentos de las dos lenguas, me embebí con facilidad de las reglas de la aritmética sencilla y compuesta; mi pronta destreza con los números y los cálculos fue aplaudida y, si hubiera cultivado mi gusto temprano, el autor de historia podría haberse perdido en las matemáticas» (p. 90).
Pero hay dos elementos especialmente destacables: su cultivo de los clásicos, que consideraba fundamentales en cualquier educación («no habría podido pasar al tercer curso sin mejorar mi conocimiento de los clásicos latinos», p. 92), y su infinito amor por los libros, que plasmaba así en el manuscrito de la Memoria B: «en mi progreso desde la infancia hasta la época de la pubertad, las facultades de la memoria y de la razón se fortalecieron insensiblemente, mi reserva de ideas aumentó y pronto descubrí el espíritu de investigación y el amor a los libros a los que debo la felicidad de mi vida» (p. 93).
Teniendo en cuenta las propias palabras de Gibbon, preguntarse la razón que llevó a este historiador a emprender su gran obra carece de importancia: «Paulatinamente los vagabundeos de mi fantasía fueron a parar en la línea histórica y […] debo adscribir esa elección a la lectura asidua de la Historia universal [obra publicada en 65 volúmenes entre 1747 y 1768] conforme fueron apareciendo sucesivamente los volúmenes por separado» (p. 96). La respuesta es sencilla: una inquietud constante, una búsqueda incesante de saber.