'La isla del tesoro': un muchacho entre piratas de pata de palo y bandera negra
Stevenson planteó esta aventura marinera desde la mirada de un niño, y con casi total ausencia de mujeres; él mismo dibujó el mapa del tesoro antes de empezar a imaginarse las andanzas de Jim Hawkins y John Silver
El escocés Robert Louis B. Stevenson (1850–1894) es uno de los escritores modernos que ha entrado, sin lugar a dudas, dentro de la categoría de clásico. Y un autor clásico que no depende de la etiqueta que lo identifica dentro de una corriente o estilo, como sí sería el caso de Émile Zola, Victor Hugo, Fiódor Dostoyevski, o incluso Juan Valera o Lev Tolstói. A Stevenson se lo puede leer y gozar sin necesidad de documentarse acerca de sus influencias, sin leer una introducción crítica o una colección de anotaciones. En parte, puede deberse a que su relación con la escritura viene de la mera infancia: a lo largo de su vida escribió casi medio centenar de libros y, al fallecer, dejó media docena inconclusa.
alianza editorial / 304 págs.
La isla del tesoro
Dentro de su producción hay ensayos, poesía, libros de viajes, relatos —en torno a sesenta historias—, novela corta y novela. En poesía destaca Jardín de versos para niños (1885), y sus relatos engloban desde narraciones de magia y misterio hasta aventuras marineras. Se trata de peripecias que han dado pie a variadas adaptaciones cinematográficas, como El ladrón de cadáveres (1884), cuya versión de 1945, dirigida por Robert Wise, es una de las más afamadas. En esta película, actores como Boris Karloff y Béla Lugosi encarnaban a los personajes de Stevenson. Lo llamativo de este relato estriba en que se basaba en un acontecimiento real acaecido en Edimburgo —ciudad natal de Stevenson— durante la primera mitad del siglo XIX. Robert Knox (1791–1862), profesor de Medicina, no sólo robaba cadáveres humanos sacándolos de la tumba, sino que se surtía de cuerpos quitándoles la vida. En 1960, Peter Cushing protagonizó un largometraje que narraba aquellos truculentos sucesos.
A Stevenson se lo puede leer y gozar sin necesidad de documentarse acerca de sus influencias
Esta mezcla de realidad inquietante y fantasía es quizá lo que convierte las historias de Stevenson en una lectura tan sugestiva. Pero también el empeño del escritor por lograr relatos bien estructurados, con personajes sólidos, psicología sutil, elaborada y penetrante, ambientes efectistas o evocadores, estilo fluido, trama tensa. Hasta 1882 o 1883 no consiguió escribir un libro completo, aparte de un conjunto de casi doce relatos de tono arabesco que había llevado a la imprenta el año anterior, y una serie de cuentos de viajes en 1878. Y quizá podría hablarse de un libro sobre Historia escocesa de 22 páginas que se publicó en una tirada discreta en 1866 —tenía dieciséis años y su padre financió la edición. Lo cierto es que en 1883 salió a la venta su opus magnum —o una de sus dos opera magna—: La isla del tesoro. Previamente, se había editado por entregas en una revista juvenil.
Relatos bien estructurados, con personajes sólidos, psicología sutil, elaborada y penetrante, ambientes efectistas o evocadores, estilo fluido, trama tensa
Después de esta fascinante novela, vinieron, como en cascada, El príncipe Otón (1885), El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), Secuestrado (1886), La flecha negra (1888), El señor de Ballantrae (1888), así como la práctica totalidad de sus relatos, cuentos, poemas y demás libros. Títulos célebres que han sido traslados con acierto al celuloide; memorables son, por ejemplo, los Jekyll y Hyde de Rouben Mamoulian (1931), o de Victor Fleming (1941), con Spencer Tracy, Lana Turner, Ingrid Bergman. Además de La isla del tesoro a cargo del propio Fleming (1934) o aquella en la que Orson Welles (1972) encarna al bucanero mutilado.
Debido básicamente a problemas de salud, Stevenson viajó desde joven. A Francia, Suiza, Estados Unidos —en 1880 contrajo matrimonio con la americana Fanny Van de Grift Osbourne—, Hawái, Samoa —donde se afincó en 1889 y falleció al cabo de cinco años. Los viajes y Samoa resultaron determinantes en el modo como Stevenson veía la existencia y describía vidas y aventuras en sus páginas. Sin embargo, concibió y redactó La isla del tesoro en Escocia. Allí, durante una estancia en la casa paterna (1881), conoció a un muchacho que pintaba y con el que se divirtió dibujando un mapa de una isla con un tesoro enterrado. Ese mapa, ese muchacho —algunos testimonios identifican al chaval con su hijastro Lloyd— y esa atmósfera son el origen de la novela. De hecho, el mapa que salió de las manos de Stevenson se ha reproducido en varias ediciones de este libro. Un libro que se tradujo al español en 1889, y cuyo protagonista central no sabemos muy bien si es el zagal Jim Hawkins o el pirata de la pata de palo John Silver el Largo —el primer título que ideó el autor era Cocinero de a bordo, y sirve para encabezar la segunda parte de la historia.
Stevenson planteó esta aventura desde la mirada de un niño, y con casi total ausencia de mujeres: «It was to be a story for boys; and I had a boy at hand to be a touchstone. Women were excluded», confesaba en un ensayo editado póstumamente. Una novela que comienza con la palabra «Squire» —caballero, señor, hidalgo—, y en la que se nota el suave influjo de Robinson Crusoe —Flint, el loro de Silver—, y de Poe —la aparición del esqueleto—, entre otras referencias, como Washington Irving. Pero una novela en que la aventura y la intriga se desarrollan en un entorno de lealtad y deshonor, de sol y de tormenta, de salitre y de selva tropical, de estrategia y de cuchilladas, de fortuna y de muerte. Amistad, miedo, audacia, suerte y duda en el tonel de las manzanas. Marca negra, posada marinera, casacas tazadas con botones de cobre, sables y pistolones, la bandera pirata, catalejos, pantanos, doblones y ron. «¡Piezas de a ocho, piezas de a ocho!».