Viaje de exploración a través del discurso de la naturaleza
María Negroni muestra que la escritura es un despliegue de la inteligencia, que se transforma en un territorio de resistencia donde se pregunta por el sentido último de la creación
María Negroni (Rosario, Argentina, 1951), ensayista, narradora, poeta y traductora, cuenta con una extensa obra literaria, que le ha hecho merecedora de numerosos reconocimientos, como: las becas Guggenheim y Octavio Paz, ha sido Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI, Premio de la Secretaría de Cultura de la Nación por Ciudad Gótica, Premio de poesía del Fondo Nacional de las Artes por Archivo Dickinson y Premio Margarita Hierro por Utilidad de las estrellas, entre otros.
Acantilado. 208 páginas
La idea natural
Reacia a encuadrarse dentro de un grupo o escuela literaria, la directora de la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF en Buenos Aires tiene una obra literaria de gran originalidad, en la que prolonga la estrecha imbricación existente entre escritura y vida. Como algunos de sus poemarios y ensayos, La idea natural es una caja negra, cuyo delicioso contenido se ofrece al lector cuando se sumerge en cada una de sus páginas. Según confiesa en la nota que acompaña esta brevísima obra, la escritora argentina aprendió de los paseantes urbanos (Poe, Baudelaire o Cornell) a entronizarse con espíritu de flâneur en los «laberintos de piedra»; sin embargo, siguiendo la pulsión utópica de comprender el laberinto de Dios (el liber naturae) y de regresar al Edén bíblico que custodia la verdad, se adentra en el discurso de la naturaleza que «no es más que la naturaleza transformada en discurso», como afirmó el célebre conde de Buffon.
La idea natural es una réplica de la fascinación por el coleccionismo. En ella la autora se enfrenta a la desmesura que reviste todo proyecto de esta naturaleza y juega a la construcción taxonómica con su escritura, «un fantasma material, una suerte de epifanía activa impresa sobre algo que se perdió»; procura ordenar la riqueza caótica del mundo y, tras explorar algunos laberintos (archivos y bibliotecas, jardines y museos de ciencias naturales, cajitas y galerías, catálogos y enciclopedias, gabinetes de curiosidades y anaqueles que resguardan los libros de su universo particular), recolecta los discursos más sobresalientes sobre la Naturaleza.
Siguiendo la máxima de George Steiner de que «todo es reescritura», Negroni muestra que la escritura es un despliegue de la inteligencia, que se transforma en un territorio de resistencia donde se pregunta por el sentido último de la creación. La idea natural es una joya literaria, que actúa como una caja de resonancias donde conviven, junto a la voz de la escritora, numerosas obras de la literatura universal, desde De rerum natura de Lucrecio, «la única obra de física total» que nos legó la Antigüedad, o Naturalis Historiae de Plinio el Viejo, la primera recopilación enciclopédica acerca de la Naturaleza, hasta Los anillos de Saturno de W. G Sebald o Manual de instrucciones de Mike Wilson.
En La idea natural la escritora argentina capta las sutilezas de cada uno de los espíritus que la acompañan en este peregrinaje. Rastrea las representaciones de la naturaleza de la mano de alquimistas (Parcesto), gramáticos y escritores (sir Thomas Browne), de fotógrafos y taxidermistas (Carl Akeley), zoólogos y botánicos (Clemente Onelli), entomólogos (María Sibylla Merian y Jean-Henri Fabre), paleontólogos (Karl Burmeister), filósofos (Voltaire), pintores (Johann Moritz Rugendas), compositores (John Cage), sociólogos y críticos literarios (Roger Caillois) o cineastas (Derek Jarman); y se introduce también en sus territorios olvidados: la cabaña de la localidad de Skjolden, en el fiordo noruego, desde la que Wittgenstein no añoró Cambridge; el jardín que construyó Vita Sackville-West en el castillo Sissinghurst en el condado de Kent; los bosques de Walden y de Yukón, donde se refugiaron Henry David Thoreau y el escritor argentino Mike Wilson, respectivamente; Los Veinticinco Ombúes, tan querida del naturalista William Henry Hudson; o el cottage en Dungeness, al sur de Londres, que disfrutó el cineasta y escenógrafo Derek Jarman.
Fiel a la tesis de Walter Benjamin de que la verdadera pasión del coleccionista es «anárquica y destructiva», la escritora argentina empieza a tirar y a tirar del hilo –nos servimos de una expresión suya– y deleita al lector con entrañables relatos acerca del cultivo de los gusanos de seda, el elefante Jumbo, los herbarios de Emily Dickinson y Rosa Luxemburgo, los arácnidos de Eduardo L. Holmberg, las mariposas de Vladímir Nabokov, las ninfeas de Claude Monet, las margaritas de Claudio Caldini, las hormigas argentinas de Ángel Gallardo o los seres monstruosos de Honoré Fragonard.
Siguiendo la tesis de Cesare Pavese de que cada libro recibe la forma adecuada a la obsesión que le corresponde, La idea natural está conformada por unos minúsculos microcosmos, cada uno de los cuales abre sus puertas a unos mundos autónomos que revisten gran unidad discursiva; a lo largo del medio centenar de teselas que conforman este mosaico, con pulso narrativo certero la autora de Archivo Dickinson combina la taxonomía del manual con la semblanza biográfica, la viñeta de corte intimista con el poema, y la fábula con las reflexiones ensayísticas.
Se cruzan en La idea natural textos e imágenes (dibujos de propia autoría, ilustraciones), en una convivencia que la autora define en Cartas extraordinarias como «asombros compartidos» y «entusiasmos súbitos», que reverberan en la estructura compositiva de la obra. Seducida por la invitación de Baudelaire a ser siempre un poeta, incluso en prosa («Sois toujours poète, même en prose») y fiel a la máxima de Mallarmé de que «la prosa no existe», María Negroni da vida al lenguaje en esta obra, que ha sido escrita con una prosa transparente y preciosista y que se encuentra impregnada de calidad poética y de una fuerte musicalidad.