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16 de septiembre de 2024

Myriam Moscona, durante una intervención en la FILBA (2015)

Myriam Moscona, durante una intervención en la FILBA (2015)Antonio Nava / Secretaría de Cultura Ciudad de México

‘León de Lidia’, de Myriam Moscona

La autora mexicana trenza un intenso relato, que explora la memoria familiar e integra, sucesivamente, la crónica, el álbum, el diario y la narración poética

La poetisa Myriam Moscona Yosifova (Ciudad de México, 1955), premio Xavier Villaurrutia 2012, vuelve a incursionar en el ámbito narrativo con León de Lidia (Acantilado, 2024), una novela que publicó la editorial Tusquets en México (2022), y que la crítica ha considerado inclasificable. Con los emblemáticos versos extraídos de la Eneida, donde Virgilio narra que Eneas se echó piadosamente al hombro el cuerpo de su padre Anquises para buscar refugio en una nueva tierra [«Vamos entonces, padre querido, / súbete a mis hombros, / que yo te llevaré sobre mi espalda / y no me pesará la carga»] finaliza esta novela fragmentaria, cuya redacción le llevó ocho años (2015-2022).

Portada de León de Lidia

Acantilado (2024). 196 Páginas

León de Lidia

Myriam Moscona

Aunque la autora de Tela de sevoya (Acantilado 2014) custodia el nombre de sus padres en el título de la obra, no ha sido su pretensión recoger la historia de su familia búlgara sefardí, que se vio obligada a emigrar a México. La obra permaneció huérfana de título a lo largo de bastante tiempo hasta que, durante una visita que hizo al Museo Arqueológico de Estambul repentinamente encontró, junto al primer poema de amor de un mujer sumeria («León, amado de mi corazón, grande es tu hermosura, / tú me has cautivado, déjame que permanezca temblorosa ante ti») una moneda, que había sido labrada veintiséis siglos antes en oro y plata con la imagen de un león de colmillos filosos de Lidia, en el Reino de la Anatolia.

Bajo la consideración de que la memoria pretende ir a un tiempo pasado, atascado por el endurecimiento de los años, y de que «la mente necesita una salida de emergencia para expulsar lo que no encuentra explicación», la voz narradora emprende un viaje interior mediante la búsqueda de testimonios y de materiales heterogéneos (un papel extraído de un álbum, un cuaderno de notas azul, disco con una milonga, imágenes fotográficas, dibujos o ilustraciones de un cuaderno de trabajo, fragmentos de textos escritos y documentos diversos), como hizo W. G. Sebald en Austerlitz. El peregrinaje la conduce a trazar la vida de personas ya desaparecidas: la madre huérfana, la irreverente y rebelde tía Tante Blanche, la abuela Victoria; la anciana campesina búlgara que se esfuma tras pedirle una limosna; el anciano Yoshi, compañero de su padre en la resistencia, que le cuenta cómo ordenó la muerte de un joven nazi. Igualmente, la lleva a comprender la repercusión de algunas vidas en la construcción de otras y a hacer inteligible el pasado. Al hilo de las lecturas y de los recuerdos, de los olores de las plantas que embalsaman las fragancias, muchas de las historias truncas de los seres evocados taladran el alma de la voz narradora que protagoniza el relato en primera persona y que, aun siendo consciente del olvido de las palabras precisas, da rienda suelta al dolor vivido: «Aprendí a distinguir mejor a los lobos con ropa de cordero. El hachazo de la pérdida seguirá allí hasta mi muerte».

A través de una rigurosa investigación Myriam Moscona explora la memoria personal y colectiva, descifra la problemática relación entre la vigilia y el sueño, y entre la ficción literaria y la realidad histórica. Con el alma agradecida y ovillada en un dolor inconsolable que ha vivido en soledad, la periodista y traductora mexicana rastrea recuerdos y coteja documentos del pasado para reconstruir ficcionalmente parte de la historia familiar. Entre los papeles que recupera, la carta de su hermano, fechada tres meses después del fallecimiento de su madre (su padre, guerrillero pacifista que mató a un alemán casi de la misma edad, había muerto durante la niñez), con la alusión a las cebollas reverdecidas que se guardaban en un cajón de la cocina de la casa familiar, le sirve como imagen proustiana de la identidad huérfana, quebradiza y curativa, y del tiempo interior que guarda las minúsculas historias que han protagonizado algunas capas del tiempo.

León de Lidia enfatiza la relevancia de la orfandad y de la pérdida de la figura paterna durante la infancia y del derrumbamiento de la estructura familiar en la conformación de la propia identidad personal y subraya el papel de la conservación de las lenguas como el ladino o judeoespañol en el seno de algunas comunidades familiares. Como en un juego de espejos, con esta novela no convencional que ensalza el papel de la infancia, del tiempo y de los sueños para la condición humana y el viaje como devenir mnemotécnico, Myriam Moscona impulsa la escritura como un proceso de reelaboración, que adopta un estilo de gran musicalidad y oblicuo, que gusta de un desplazamiento permanente de la voz narradora entre la crónica, el álbum, el diario, la narración poética.

León de Lidia es una breve novela llena de voces que se desplazan sobre la historia política y cultural y sobre las raíces familiares, sobre lo desfamiliar y lo extraño, y sobre la tradición literaria y artística (Paul Celan, Cesare Pavese, Elias Canetti, Marcel Proust, Joseph Joubert, Gustave Flaubert, Italo Calvino, Arthur Rimbaud, Juan Rulfo, Oscar Wilde, Thomas Mann, Wilhelm Müller, Carl Jung, Ezra Pound, Walter Benjamin, Pablo Picasso, Joaquín Clausell, Jean Sibelius, Bruno Bettelheim, Andrzej Wajda, entre otros nombres). Todas estas voces, que custodian un universo propio e independiente, conforman un collage y otorgan a la narración una estructura fragmentaria, que reproduce de alguna manera la quiebra que introducen algunos acontecimientos históricos, como la organización Fatherland Front, que se constituyó durante la II Guerra mundial para combatir a la Alemania nazi, la deportación de los judíos, la Shoa o la dictadura de Porfirio Díaz.

El verso «Los días se deshacen como nubes» –procedente de uno de los poemas de la poeta búlgara Ekaterina Yosifova (1941-2022), que lleva el apellido materno de la autora– trenza con sentido los encuentros azarosos de un pasado lejano y los recuerdos recobrados tras varias décadas, que tranzan reverberaciones alrededor.

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