El Debate de las ideas
Hablar, escribir, whatsappear
Comparado con el lenguaje oral, cuyo origen se pierde en la vastedad de la prehistoria, el lenguaje escrito es bastante reciente: 7.000 añitos de antigüedad
El lenguaje sirve para representar la realidad, pero no se parece en nada a la realidad. El signo lingüístico –dejó dicho Ferdinand de Saussure– es arbitrario, de ahí que la palabra perro no sea perruna ni más fiel que la palabra gato. El adjetivo largo es tan largo como el adjetivo corto, y si dices muchas veces monja, acabas por decir jamón, aunque ni las monjas se curan en secaderos, ni un conjunto de jamones, a poco que te descuides, te montan un cisma. Y todo esto es así porque nuestras palabras no imitan a los conceptos que refieren, sino que funcionan según un código convencional, sostenido a su vez por una gramática de carácter autónomo. Por eso el lenguaje no se parece a la realidad, solo se parece a sí mismo. A primera vista, los párrafos que narran un enamoramiento no se diferencian de aquellos que lamentan el posterior desengaño. Para quien desconozca hasta lo más básico del español, una página de Cervantes será indistinguible de una de la LOMLOE, cuando en realidad son lo opuesto.
Esta desemejanza entre lo lingüístico y lo referencial, que en un principio podría parecer contraintuitiva, en realidad apunta a la mayor virtud de las lenguas naturales, gracias a la cual estas alcanzan una elasticidad creativa sin parangón. Los veinticuatro fonemas de nuestro idioma, por ejemplo, se bastan para designar todo lo habido y por haber, algo que sería inviable si el lenguaje funcionara de manera imitativa. De hecho, la escritura tuvo que corregir su trayectoria justo en ese sentido.
Comparado con el lenguaje oral, cuyo origen se pierde en la vastedad de la prehistoria, el lenguaje escrito es bastante reciente: 7.000 añitos de antigüedad, milenio arriba, milenio abajo. Los primitivos sistemas de escritura nacieron en pos de la perdurabilidad, pero a la postre con la misma vocación que el lenguaje oral: facilitar la comunicación por medio de la designación de lo existente. Sin embargo, empezaron haciéndolo por su cuenta, a las bravas y monte a través. Vieron la realidad y se dijeron: ¡A por ella! Y cuando querían escribir un signo para referirse a la noción «cabra», empleaban el cincel hasta que en la piedra quedaba una hendidura en forma de cabra. El problema de esta vía, inspirada por el gesto mimético, es que conduce a sistemas ingentes, tan colosales, diversos y cambiantes como el mundo que pretenden apresar. Si a cada cosa le corresponde la imagen de esa cosa, los elementos que componen la escritura se multiplican hasta alcanzar las proporciones de la creación. Lo de Borges: un mapa del tamaño de un reino.
Era un callejón sin salida, de modo que, al toparse con sus propios límites, la escritura volvió sobre sus pasos y pidió ayuda al lenguaje oral. Este, compadecido, le dio el alfabeto. A partir de entonces, en lugar de intentar atrapar al vuelo las nociones, el lenguaje escrito imitaría a la oralidad, representaría sonidos, enjaularía los volátiles fonemas del habla cotidiana. Nació lo que se conoce como escritura fonográfica, y así los textos pudieron aprovecharse de la casi milagrosa flexibilidad de las gramáticas naturales. Lo que escribimos, desde aquel remoto hallazgo, es un trasunto de lo que decimos. Por tanto, el éxito de la escritura consistió en subordinarse a la palabra hablada, aceptar el vasallaje y no alcanzar la realidad sino a través de ella.
Pronto, sin embargo, la escritura cobró independencia, una cierta personalidad. Aunque deudora de los instrumentos orales, el canal era diferente y, por tanto, también diferentes los elementos de la comunicación. Tanto la permanencia del mensaje como su recepción diferida provocaron que la escritura adquiriera fines específicos y creara nuevas modalidades lingüísticas, según sus posibilidades y requerimientos. Entre otras cosas, propició una sintaxis de más largo aliento y tendente al uso de subordinadas, para regocijo de los chavales que en clase de Lengua aún buscan, como Peter Pan su sombra, el antecedente del dichoso pronombre relativo. Así, un único idioma devino al menos dos: el que se habla y el que se escribe.
En su ensayo La musa aprende a escribir, Eric A. Havelock sostiene que el cambio producido por la propagación de la escritura sobrepasó las fronteras de lo idiomático: clausuró la sociedad narrativa, la homérica, aquella cuyo conocimiento de la realidad se construía y trasmitía por medio de relatos, para inaugurar la sociedad especulativa, la de Platón, la nuestra. La escritura «abrió» nuestros ojos a la abstracción, y de su mano llegaron la ciencia, la filosofía e incluso la idea de individualidad, surgida «en un momento histórico determinado [la Atenas de la segunda mitad del siglo V a.C.], cuando el pensamiento y el lenguaje inscrito y la persona que lo hablaba se separaron». A diferencia del lenguaje oral, que apenas sobrevive una vez emitido, que nace y muere al instante, el lenguaje escrito cristaliza y se hace independiente, permanece al margen del escritor, diferente a él. Esto, propone Havelock, nos sugirió la otredad, lo cual nos obligó a su vez a reconocer la mismidad. Se aislaron los distintos elementos de la ecuación: el sujeto por un lado, el mundo por otro, y el lenguaje en medio, enredando. Nació entonces el intelectualismo de Occidente, y también esta sensación de extrañeza, incluso de extranjería, que acompaña al acto de pensar.
Sea o no para tanto como asegura Havelock, lo cierto es que la escritura cambió la faz de la cultura occidental y su protagonismo no dejó de crecer. Fundamental en este periplo fue sin duda la invención de la imprenta, un momento axial comparable a la introducción del alfabeto. Nacía el libro impreso, primero como incunable, luego como códice, y se convertía en el soporte preferido para la difusión de la ciencia y la literatura. Lejos quedaba el estupor de san Agustín ante la lectura silenciosa que practicaba san Ambrosio:
«Pero cuando leía, llevaba los ojos por los renglones y planas, percibiendo su alma el sentido e inteligencia de las cosas que leía para sí, de modo que ni movía los labios ni su lengua pronunciaba una palabra».
Otro elemento significativo en la relación entre habla y escritura atañe a la puntuación, y así lo explica el noruego Bård Borch Michalsen en Píllale el punto a la coma, un libro que está mejor de lo que el título sugiere. La necesidad de marcar pausas en los textos surgió pronto: Aristófanes de Bizancio, bibliotecario de Alejandría en época helenística, fue el primero en colocar un signo de este tipo. Pero el proceso de consolidación fue arduo y vacilante, como por otra parte era de esperar en una faceta de la redacción que aún suscita controversias. A la hora de puntuar se enfrentan, grosso modo, dos opciones: una puntuación prosódica que refleja las pausas del lenguaje oral, frente a otra gramatical que sigue orientaciones por entero lingüísticas. A tenor del segundo criterio, por ejemplo, jamás se colocaría coma entre sujeto y predicado; regla que puede incumplirse si nos guiamos por el primer criterio y el sujeto se alarga hasta la asfixia. Puntuar con el oído, emulando la cadencia del lenguaje oral, o puntuar con la gramática.
Una tercera opción, libérrima, sería la de los chavales en redes, que lo mismo no puntúan que te sepultan bajo un torrente de puntos suspensivos, o que consideran el punto final el colmo de la grosería, la coma un signo superfluo y la interrogación inicial una manera de desenmascarar al boomer. Y en justa correspondencia el boomer se escandaliza: llora la muerte del español –el idioma de Cervantes, nada menos, suele precisar– y moteja a la chavalada de cuasianalfabeta. No obstante, en este fenómeno hay algo más profundo que el desprecio o desconocimiento de las directrices ortográficas, algo que tiene que ver con la relación entre la escritura y el habla. Internet ha inaugurado un tercer canal, ni enteramente oral ni enteramente escrito, un híbrido que toma de ambos sin ser ninguno de ellos, que nos obliga a hablar con los dedos y a escuchar con los ojos.
En las sociedades letradas, tradicionalmente los actos comunicativos se repartían entre los dos canales dependiendo de sus objetivos y características. Para los mensajes destinados a permanecer se empleaba la escritura, la cual te permite una elaboración más sopesada en virtud de su recepción diferida. En cambio, para el trajín cotidiano, se prefería lo oral, por su fugacidad, espontaneidad e inmediatez. Nadie, salvo los muy afectados, hablaban en libro, del mismo modo que nadie escribía transcribiendo sus pensamientos en bruto, salvo quizá González-Ruano. Así pues, a cada acto comunicativo su canal, y a cada canal sus modos lingüísticos. Hasta ahora.
Desde el remoto Chat Terra hasta el actual e ineludible WhatsApp, los usuarios de una lengua, además de hablar y escribir, chateamos, lo que supone una tercera destreza lingüística, una suerte de comunicación oral llevada a cabo por medios escritos y visuales. La finalidad comunicativa, su naturaleza fungible y su desenfado la acercan a la oralidad; pero su perdurabilidad y sus instrumentos (el alfabeto al fin y al cabo) corresponden al lenguaje escrito. Esta hibridez conlleva riesgos, propicia malentendidos, ya que en un chat solemos escribir como hablamos, olvidando a menudo que lo no verbal y lo prosódico se pierden por el camino.
Eso sí, son maravillosas las maneras en que los usuarios compensan ese déficit. Y no lo hacen siendo más prolijos, sino con recursos nuevos y heterogéneos: emoticonos, gifs y, por encima de todo, distorsiones gramaticales. Porque en el chat no hay reglas ortográficas, pero sí un insobornable prurito de expresividad. Lo censurable es lo neutro, lo gris. El idioma se vuelve íntegramente expresivo, plástico, dispuesto a ser esculpido de nuevo. El punto, por ejemplo, deja de ser el broche normativo de una frase para convertirse en un elemento más, cuyo uso vendrá aconsejado según lo que se quiera trasmitir, e igual con las mayúsculas, porque no es lo mismo teclear «ok» que «Ok» que, por supuesto, «Ok.». «Sii» no es una afirmación mal escrita, sino una dulcificada. Las exclamaciones se emplean al gusto del chateador. Una repentina corrección puede ser una mala señal, como cuando tu mujer te llama con nombre y apellidos.
Y así hasta el infinito porque cada día trae sus innovaciones en el imparable torrente de la comunicación digital. No estamos ante una escritura pauperizada; se trata de una nueva modalidad lingüística, propiciada por un nuevo canal y llena a su modo de sorprendentes hallazgos. Un inesperado continente lingüístico que apenas acabamos de hollar y que no puede ser enjuiciado según criterios, ya sean orales o escritos, que no le incumben del todo.