Una tarde de Reyes
Por lo general, los niños no se portan bien, y si uno procura educarlos como Dios manda, se portan aún peor porque su resistencia crece
Como soy un burro insensible, incapaz de extraer las pepitas místicas que al parecer trufan la cotidianidad, me he pasado las Navidades deseando que acaben. Allá por el 26 de diciembre ya me pareció que se alargaban. Nada tengo en contra de que las familias se reúnan, brinden y canten villancicos; nada, por supuesto, que oponer a la Encarnación. Solo digo que las disfrutaría más, incluso las santificaría de mejor grado en cumplimiento del tercer mandamiento, si las guarderías y los colegios permanecieran con las puertas abiertas. Porque es cierto que los niños —estos cuatros que andan por aquí y el quinto que se viene— han sido concebidos por mi mujer y por mí, pero tener encima que cuidarlos entre semana me parece ya un poco excesivo. Quizá sea, como dicen los pesimistas, que traer criaturas a la existencia es una enorme crueldad y una manera un tanto primitiva de aumentar los padecimientos de este mundo, y para eso estarían las vacaciones, para hacer que los padres empecemos a pagar en vida por nuestro delito.
Por lo general, los niños no se portan bien, y si uno procura educarlos como Dios manda, se portan aún peor porque su resistencia crece. A no dudarlo se les quiere una barbaridad, de un modo casi atroz, capaz de romperte las costuras del pecho; sin embargo, ellos no te corresponden: tienden a la tiranía y tan remisos son a la hora de obedecer como impacientes cuando les da por exigir. La crianza es una guerra de trincheras, agotadora, sucia, en apariencia inútil. Las conquistas son milimétricas y precarias. Apenas has conseguido enfundar uno de los piececitos de Claudia en el calcetín para acudir a la misa de Nochebuena, cuando Matilde, con quien habías forcejeado hace unos minutos para lo mismo, se ha quitado uno de los suyos para abofetear con él a su hermano. Y así hasta un punto de absoluto salvajismo, un estado hobbesiano de guerra de todos contra todos, contigo en medio, Leviatán de pacotilla, ojeroso y exasperado. Y a más niños, como es natural, más entropía. Por ejemplo, recoger la casa supone un trabajo digno de Sísifo. Tras un esfuerzo ímprobo, que además tiene que evitar las constantes tentativas de sabotaje, se logra ese instante mágico en que la roca corona la cima, en que todo parece en orden. Pero lo dicho: es un instante. Al momento la piedra oscila, duda, y, para tu desaliento, se precipita cuesta abajo… Y en menos de lo que se tarda en encontrar el nombre exacto del niño en cuestión para reñirle, los enchufes se llenan de plastilina, el cuarto de baño se encharca y un pelotazo certero derrumba la lámpara del salón rompiendo la bombilla.
Este incontrastable empuje del caos, que durante los periodos lectivos queda contenido en el fin de semana, en vacaciones rompe los diques y anega cada uno de los minutos que separan un lunes del siguiente. Y por calendario estas Navidades han sido especialmente duras. Empezaron el 21 de diciembre y no acabaron hasta la mañana del 8 de enero. 18 jornadas. 432 horas. 25.920 minutos de anarquía, porque ni de noche duermen los niños como es debido. Que este padre iba a reventar siquiera cotizaba. Para colmo reventé el día de las cabalgatas, el día grande de los pequeños, este año adelantado al 4 de enero por amenaza de lluvia. El dislocamiento de fechas era inconveniente por varios motivos trascendentales, pero también por una minucia que me afectó a nivel personal. Tradicionalmente, el 5 enero almorzaba con los amigos antes del desfile, lo que me hacía llegar al encuentro con Sus Majestades de Oriente en un estado más benévolo de lo que en mí suele ser habitual. Por culpa del cambio no hubo comida y, en consecuencia, tomé a los niños —los varones a pie, las hembras en un carrito gemelar; todos pertrechados con bolsas de basura; todos histéricos hasta niveles radiactivos— y me eché a la calle en un estado de peligrosa sobriedad que no auguraba nada bueno.
Antes de cerrar la puerta de casa se presentó el primer inconveniente. Avisada por una supuesta tristeza en la mirada de la niña, Matilde madre pegó la mejilla a la frente de Matilde hija en una tierna colisión generacional, y decretó que estaba destemplada. «Pasamos, ¿no?», propuse. «Luego va a ser peor», contestó ella, y dado que generalmente prefiero lo mejor a lo peor, nos encaminamos a casa de mi padre. Este, tras asomarse con una linternita a la garganta de la niña, prescribió un tipo concreto de antibióticos y firmó una receta que introduje en uno de los bolsillos del chaquetón, o eso creo. Con la chiquillería protestando por el desvío, pusimos rumbo a la farmacia de guardia. El trayecto fue trabajoso por los refunfuños y por el carrito gemelar, que si bien es estupendo para meter a dos niños a la vez, apenas rueda por los adoquines y se resiste como un artrítico a subir y bajar aceras. Llegados a la farmacia de la placita Salitre, el farmacéutico extendió la caja con el bote de antibióticos, y aunque se suponía que yo tenía que corresponder con la receta, no pude, no estaba. Me palpé con una esperanza que, al ser invierno, se alargó un total de ocho bolsillos, hasta que tuve que admitir que la había extraviado. Miré al hombre mendigando piedad, pero él fue alejando la medicina mientras hablaba de normativas e inspecciones. Matilde se llevó la prole a las cabalgatas. A mí no me quedó más remedio que volver sobre mis pasos y recorrer de vuelta, con la mirada clavada en el suelo en busca del papel, el kilómetro y pico que habíamos hecho a la ida. El paseo no sirvió para encontrar la receta, pero sí para darle la razón a mi mujer, quien asegura que entre perros y falta de civismo, hay algunas calles de mi barrio que despertarían escrúpulos en una rata.
«¿No ha habido suerte?», me preguntó luego Matilde, que aguardaba el desfile en una rotonda con fuente, en la parte baja del pueblo. «No», reconocí, y para que Claudia dejara de tironearme el pantalón, la aupé sobre mis hombros. En cuanto se oyeron los primeros sones de la banda de música, me agarró de las orejas a modo de bridas, obligándome en adelante, y a pesar de mis protestas, a mirar hacia donde a ella le parecía se hallaba el centro de atención. Veinte tractores arrastraron veinte remolques, engalanados según diversas temáticas: Minions, piratas, elfos, vikingos, Disney… Las cabalgatas más generosas en el lanzamiento de caramelos fueron las de Melchor, Gaspar y, sobre todo, Baltasar, que ha de hacer honor a su negritud con un derroche espléndido y no exento de barbarie. Aunque decir caramelos es casi una concesión al pasado. Lo que arrojan se parece cada vez más a las sobras de inventario de un todo a cien, baratijas que, en otro contexto, la gente no querría ni aun regaladas, escurriduras del consumismo. Entre otra infinidad de cosas, en aquel rato tiraron una colchoneta con forma de pizza que los niños se disputaron con ferocidad lobuna, botellitas con menos aceite del que requiere una tostada, el peluche de un cerdo con apariencia de vaca, unas medias sin señora, un blíster con doce uvas tardías, dos piñas ateridas… En suma, por la borda de sus cabalgatas arrojaron toda una quincallería sentimental, una canción de Sabina.
Repetimos en la esquina de la autoescuela y, por último, en el zaguán de tía Yayo, al principio de la calle Sevilla. A la tercera pasada, me volví hacia mi mujer para trasmitirle que, en mi opinión, ya estaba bien la cosa. Ella asintió y, cargados como sherpas, emprendimos el ascenso a nuestra casa, en todo lo alto de la calle Cueto. Los niños, huelga decirlo, no ayudaron ni un poquito, antes bien metían palos en la rueda a base de riñas, disputas, antojos y penoserías. Jugamos la baza del panóptico de los Reyes Magos, que todo lo ven, así como del carbón que su comportamiento les garantizaba; pero entre cansancios y nerviosismos, el efecto fue nulo. El fino cristal que contiene mi ira temblaba, crujía, se resquebrajaba. Una vez efectuado el desembarco, Matilde madre comprobó que el estado de Matilde hija iba a peor. Rebuscó en nuestra farmacia particular y encontró un resto de antibiótico, sobrante de alguna malura pasada. La niña no quiso tomarse la medicina de primeras, ni de segundas; solo las amenazas más truculentas —«Si no te tomas esto, te vas a morir, y no morir de mentirijilla, sino morirte de verdad»— consiguieron que se tomara el potingue haciendo un sinfín de mohínes.
Era Navidad al fin y al cabo, estábamos a las puertas de la Epifanía, así que para darle un poco de sentido, cogí la Biblia y senté a los niños alrededor para leer los primeros versículos del segundo capítulo del Evangelio según san Mateo. A la altura de «Y tú, Belén, tierra de Judá», Matilde dio una tos que devino en vómito. «Ahí va el antibiótico», pensé. Con la intención de que no me diera tiempo a recrudecer el cabreo, Matilde madre limpió presurosa el suelo mientras repetía que no había pasado nada. Aún con la fregona de por medio, José, obedeciendo al burbujeo de su corazón, nos obligó a cantar dos villancicos: Ya vienen los Reyes Magos y otro sobre unos pastelitos que han aprendido este año en catequesis. Aquello encendió a Manuel; el entusiasmo lo poseyó hasta tal punto, que saltó del sofá y, en un estado cercano al trance, se marcó una danza cosaca sobre el suelo recién fregado.