Un Mozart menor siempre ofrece interés
El Teatro Real cumple con la obligación de descubrir al Mozart que comenzó a transformar la historia de la ópera, mediante una digna producción de Mitridate

'Mitridate' de Mozart en el Teatro Real
«¡Viva Il Maestro, Viva Il Maestrino!». El cultivado público milanés parece que ya fue capaz de intuir y reconocer, durante el estreno de Mitridate, en diciembre de 1770, la precoz grandeza del compositor que tenía delante.
Y qué duda cabe que, en esta ópera, Mozart no alcanza aún la profundidad ni la inmarcesible belleza que lograría en los mejores momentos de su efímera pero duradera revolución, cuando convirtió el género en un vehículo inigualable, por la conjunción de tantos elementos aparentemente dispares, para la expresión de la complejidad humana. Pero, al menos, ya comenzaba a encontrarse a gusto en el sendero tan pronto elegido.
Sin desdeñar para nada sus capacidades, Mozart acertó a hacerles entender que, además de sorprender al público con sus meras acrobacias, la música también podía resultar vehículo idóneo para expresar las dudas, temores, congojas y hasta esos raros instantes de genuina felicidad que el hombre alberga en su intimidad.
Quienes deseen conocer el resultado final de sus pesquisas, deben dirigirse directamente al tramo último de la carrera mozartiana para apreciar los finales del segundo acto de Las Bodas de Figaro, el descenso al infierno en Don Giovanni o ese surtido interminable de claroscuros que sirve la tragedia en forma de juego, con su imparable sucesión de conjuntos, que supone Così fan tute, su definitiva obra maestra.
Pero para los curiosos que deseen conocer la génesis, el inicio del «work in progress» de todo aquello, bien estará acercarse estos días al Mitridate que ofrece ahora el Real (bastante recortado), dignamente servido en líneas generales por esta nueva producción confiada al director de escena Claus Guth.
La actualidad del mensaje, siempre en el vestuario
Guth hace lo que tantos de sus colegas hoy, aunque con una pizca más de talento y respeto, al menos aquí. Para esa gente incapaz ya de apreciar que, básicamente, la naturaleza humana apenas ha variado con el paso de los siglos, y necesita por tanto, para poder identificarse con lo que sucede sobre el escenario, observar que cantantes y actores se visten como ellos y hasta adoptan idénticos vulgares gestos y actitudes, el director ha optado por buscar en las referencias culturales más próximas un reconocible hilo con el que enhebrar el discurso narrativo.
Por supuesto, para el general regocijo, no las hallará en Kant, si no en las pantallas que proyectan las últimas series de ficción. Aunque, al menos, Guth se ha servido de Succesion, entre las mejores emitidas en los últimos tiempos, con su innegable aliento shakesperiano, para envolver su Mitridate.
Hay ciertos paralelismos evidentes entre dos historias que plantean claramente el eterno conflicto entre padres e hijos, con sus amantes más el servicio. La familia funciona perfectamente como reflejo a escala menor con respecto a lo que representa el mundo, así en abstracto, mediante la exaltación de los conflictos que surgen entre los individuos (más si cabe entre los que comparten sangre) de celos, envidias, plegarias desatendidas… al albur de los tres elementos esenciales que mueven el mundo: sexo, poder y dinero.
El director encierra a la parentela en una casa inspirada en las de Lloyd-Wright y ofrece algunas pistas para que nadie se equivoque: Mitridate luce la misma perilla e idénticos problemas cardiacos que el personaje de Logan Roy. Mientras, su infantilizado hijo Farnace hace el simio como Romulus Roy, al que da vida en el serial el insoportable Kieran Culkin. Ahí, en el ámbito doméstico de la mansión, se constriñe el esencial realismo de la acción.
Pero con su mecanismo circular, la casa se mueve para prestar espacio, más austero (una agujereada pared gris), a otro mundo, el del psicologismo. La larga secuencia encadenada de recitativos y arias, propia de la llamada ópera seria, ofrece aquí terreno abonado para especular acerca del mundo interior de los personajes, mediante imágenes sugeridas.
Guth y su severo, luterano imaginario
En este reverso propicio a la introspección es donde aflora el imaginario de Guth, seguramente algo limitado por sus orígenes germánicos, luteranos, que no es precisamente Werner Herzog: esos bailarines vestidos de negro todo el tiempo, la duplicidad de los personajes…, recursos todos ya muy vistos y explotados desde los años 60, pero que en los próximos días propiciarán material para los más divertidos análisis.
Aquí siento decepcionarles, pero mi limitada inteligencia, unida a la aversión al psicoanálisis, me priva de ofrecerles ahora ingeniosas o sesudas interpretaciones acerca de lo que propone el director a través de los personajes durante esos momentos de fantasiosa liberación, en cuyas representadas represiones los fantasmas adquieren la exacta figura de las amantes replicadas.
El equipo vocal funciona sobre todo al plegarse como un guante a los requerimientos de la dirección de actores. Su capacidad para expresarse mediante el canto va por barrios. Casi todos presentan serios problemas en el registro grave: inexistente en el caso de Mitridate (Juan Francisco Gatell), problemático para Aspasia (Sara Blanch) y decididamente feo, con dos tipos de voz radicalmente distintos, en el Farnace de Franco Fagioli.
El contratenor argentino se muestra espléndido, en cambio, a la hora de regular el sonido, como le ocurre también a la soprano Blanch, que no tiene ningún problema para apianar ni tampoco encaramarse al agudo, y ofrecen ambos un fraseo bien delineado (más fantasioso el del hombre). A la Aspasia de la cantante catalana le falta garra, mordiente, personalidad.
¿Se puede ofrecer Mitridate sin un Mitridate ideal? El tenor Gatell lo intenta, pero fracasa desde el inicio al no ser capaz de presentar la vertiente más heroica, absolutamente imprescindible, del personaje: por abajo no llega y por arriba la voz se aclara feamente, a veces hasta bordear el grito. Resulta muy difícil encontrar a un tenor como los de otros tiempos, no tan lejanos (Gregory Kunde ofreció una exhibición inolvidable en su prestación vocal de 2009 para el Festival Mozart gallego), pero siempre hay que intentarlo.
Marina Monzó, como Ismene, fue la triunfadora
Elsa Dreisig es una correcta soprano ligera, sin más, al servicio de una adecuada Sifare (seguro que en el segundo reparto Vanessa Goikoetxea aportará más enjundia dramática). Lo que deja como práctica triunfadora del estreno a la estupenda soprano valenciana Marina Monzó (será Gilda el próximo año en la Semperoper), la voz mejor proyectada, la más operística del reparto, expresiva, caudalosa. El público supo reconocérselo en los aplausos. Fueron para ella los mayores reconocimientos entre los intérpretes.
El desgarbado Ivor Bolton, con sus maneras de karateca, comenzó a medio gas, como si estuviera aún en la siesta, pero a medida que la función fue desarrollándose supo insuflar a la aplicada orquesta, demasiado ligera de sonido en ocasiones (quizá para compensar las debilidades del reparto), algo más de vida.
Reservó lo mejor para el último acto, cuando el drama se acerca a su resolución en las horas más turbias. Y cinceló los acompañamientos con auténtica donosura, procurando servir un colchón eficaz a los cantantes, a la vez que desvelaba las intrínsecas bellezas de una música mozartiana que si aquí aún no alcanza lo sublime, como ocurrirá sobre todo a partir de Idomeneo, se le parece bastante.
En definitiva, una buena tarde de ópera que no excepcional (a lo que siempre debe aspirar un teatro para situarse entre los primeros de la clase).