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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

Y ahora el pasodoble, esa música facha

El desprecio con el que la ministra Robles acaba de referirse al pasodoble refleja la acusada ignorancia de muchos políticos españoles ante las principales referencias culturales de su propio país, y sus sesgadas interpretaciones de la historia

Actualizada 04:30

La ministra de Defensa, Margarita Robles, en la Comandancia General de Ceuta

La ministra de Defensa, Margarita Robles, en la Comandancia General de CeutaEuropa Press

El pasodoble es una música facha, además de hortera. Aunque no lo hubiese afirmado así, su gesto displicente, esa manera de torcer el labio, la delata. Seguramente lo piensa Margarita Robles, la ministra de Defensa; aunque no solo.

En 2011, me tocó organizar un concierto en Santiago de Compostela con una de las mayores figuras actuales de la lírica. El director musical de aquella cita, que tenía una parte importante consagrada a varias de las piezas principales que Bizet concibió para Carmen, sugirió incorporar, además, como digno y oportuno complemento al programa, algunos arreglos suyos de conocidos pasodobles, España cañí y Suspiros de España, entre otros.

Lejos de «intelectualizarlas», el interesante tratamiento armónico, mediante un sutil aprovechamiento de la diversidad de colores y timbres que ofrece la orquesta, contribuía a exaltar de un modo poderoso, directo y sugerente su carácter entre festivo y melancólico.

El recelo de los políticos, una música «franquista»

Todo parecía bien dispuesto para el triunfo pero, por el camino, a medida que se iban desvelando los detalles de las piezas que se debía interpretar, comenzaron a llegarme mensajes de políticos vinculados con aquella actividad, curiosamente, instalados en el ala diestra. Estaban seriamente preocupados (sin motivo) y me preguntaban si no habíamos considerado mejor cambiar algunas obras…

«¿Cuáles?», pregunté. Entonces, cautelosamente se me deslizó que quizá el público no fuese a recibir de la mejor manera la parte consagrada a los pasodobles. «¿Por qué motivo?», inquirí. Y ahí, mediante algunos tímidos balbuceos, apuntaron a la posibilidad de que varios oyentes «indignados» pudieran sentirse incómodos al sugerirle, precisamente esa música, la evocación de otros tiempos: «el franquismo», nada menos.

«A lo mejor hasta alguno se levanta ofendido y abandona la sala», se me llegó a asegurar. Podría ocurrir quizá entre algún nacionalista, pero no son muy dados a este tipo de manifestaciones, suelen preferir el folk. Salvo el «bon vivant» Beiras, que era un gran melómano, admirador de Bruckner, como hombre culto al que el marxismo no le había atrofiado el paladar para el goce de los placeres más exquisitos.

¿Como programar a Wagner en Israel?

A mí me pareció que aquel planteamiento no tenía ni pies ni cabeza. Pensé lejanamente en el problema que para Daniel Barenboim había supuesto, tan solo, sugerir la posibilidad de interpretar música de Wagner en Israel.

Ciertamente, allí aún quedaba algún superviviente del Holocausto que había padecido todo tipo de atrocidades en los campos de la muerte mientras de fondo se escuchaban fragmentos de El anillo del nibelungo. Pero dejar de interpretar pasodobles en una parte de España, que también los tiene bien conocidos (Puenteareas, del gran Reveriano Soutullo), suponía un disparate.

¿Qué siniestra asociación podría establecerse entre los pasodobles, cuyo origen, para algunos musicólogos, se remonta al siglo XVII (a través de su relación con las tonadillas escénicas), unas músicas de indudable sabor popular, para tantos asimiladas mucho más tarde al goce estival de las verbenas, y una época tan concreta de nuestra pasado?

Quizá pensaran estos atribulados servidores de lo público en su vinculación con paradas y desfiles militares, por el carácter marcial de muchas de estas composiciones empleadas en esta suerte de ceremonias. Aunque sus raíces castrenses también datan de épocas muy anteriores a los tiempos del general ferrolano: esta vertiente hizo su aparición allá por el siglo XVIII.

En lugar de cavilar sobre hipotéticos lazos espurios, a mí me dio por pensar, y así lo argumenté con quien hizo falta, en Radio days, aquella memorable película de Woody Allen en la que los distintos miembros de una típica familia de clase media judía, en Brooklyn, se reúnen ante el aparato para escuchar los grandes éxitos del momento, de Gershwin, Porter, Rodgers & Hart…

A partir de ahí convendría reivindicar mucha de la música que en aquellas décadas surcaba las ondas españolas: de autores no menos relevantes como José Padilla, responsable de uno de los pasodobles más célebres, El relicario; el que Sorozábal compuso para La del manojo de rosas (las zarzuelas de la época están llenos de ellos), Ojos verdes, cantado por Concha Piquer, o Islas canarias, en la voz del tenor Alfredo Kraus. Son multitud.

Stravinski en Madrid, un rendido admirador

Incluso si nos diera por ponernos estupendos, se podría rescatar la imagen de Stravinski, genio del ritmo, mientras parapetado en los ventanales de un hotel madrileño escuchaba extasiado los pasodobles que surgían desde la calle, como alguna vez relató Andrés Amorós.

El empresario y buen amigo del compositor, Diáguilev, creador de los célebres ballets rusos, para el que concibió su Pájaro de fuego, Petrushka y La consagración de la primavera, estuvo, por cierto, presente en el Metropolitan de Nueva York en una jornada histórica para la música española.

El empresario acudió al templo norteamericano de la lírica, junto a Lorca entre otros, el día que «La Argentinita», aquella hija de inmigrantes españoles en el país sudamericano que llegaría a convertirse en la gran representante internacional del flamenco, ofreció allí un programa ibérico. Además de una selección de El amor brujo de Falla, propuso España cañí, nada menos.

La bailarina y cantante que reivindicaba el pasodoble en sus actuaciones ante la flor y nata internacional debía, por cierto, ser una fascista de manual, puesto que huyó del país en el 36 y se estableció en Nueva York hasta su muerte, donde protagonizó numerosas actuaciones, con coreografías que abarcaron hasta El capricho español de Rimski-Korsakov. En el Metropolitan, se puso una placa en recuerdo de artista tan apreciada en esa ciudad.

Los enemigos del género, hoy situados en la falsa izquierda, seguramente tampoco le manifiestan aprecio porque, además, está relacionado con los toros, anatema para otros ministerios ajenos al de doña Margarita, como el de Cultura.

Deberían todos hacer por escuchar la no menos célebre Oración del torero, escrita en 1925 por uno de nuestros más grandes compositores, Joaquín Turina, de la que Federico Sopeña aseguraba que «pertenece bien a la clase de obras maestras». Y aún matiza sobre ello: «Un idealizado pasodoble, idealizado desde la intimidad se somete dulcemente a un sabio tratamiento que, sencillo y atrevido, a la vez, marca, quizá, en su final, uno de los momentos más hondos y perfectos de la música española contemporánea».

Una memorable secuencia de cine

La constatación definitiva de que la apreciación del pasodoble, una de las más genuinas aportaciones de la música española, se eleva por encima de trasnochados discursos políticos e ideologías que pretenden neciamente negarle su valor, pues lo consideran otra de las rancias manifestaciones artísticas propias de la «inculta» derecha, se halla en una impagable secuencia cinematográfica.

Conviene regresar a la escena danzada que une a Omero Antonutti e Icíar Bolláin en El sur, la maravillosa película de Víctor Erice. Aquel hombre de espíritu rebelde y contestatario que, por un día, deja de lado sus propias convicciones y amarguras para asistir a la primera comunión de su hija, baila tiernamente con ella un pasodoble.

Con el contrapunto de En er mundo, de Juan Quintero Muñoz, se verifica no solo uno de los únicos instantes de auténtica dicha, constituye un acto íntimo, a pesar de la concurrencia, que establece definitivamente una corriente de inesperada complicidad entre ambos, más allá de sus vidas. Y cuyo punto de inflexión llevará, para siempre asociada, una música que sobrevuela las generaciones.

El concierto compostelano se llevó a cabo, sí, con los pasodobles tal como estaban previstos desde el inicio. Y por supuesto nadie se marchó del auditorio. Al contrario, la interpretación en todos los casos se saldó con calurosas ovaciones, como era de esperarse.

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