El barrio donde todo el mundo quería vivir
«Durante décadas ha sido un distrito hecho a la medida del hombre: cómodo, cercano al centro, lleno de vida y comercios»
Más allá de las vías del tren no había nada. El lejano silo, la abandonada residencia del Teniente Coronel Noreña y poco más. El Parque Figueroa, que hoy se antoja tan cercano, parecía una aislada pedanía hasta la que íbamos en coche y solamente en excepcionales ocasiones: a la piscina, a enfrentarnos con su equipo de fútbol o a sacarnos por primera vez el DNI.
Mi amigo Cristóbal Cañete Vidaurreta me cuenta a menudo que fue su bisabuelo, José Cañete del Rosal, empresario almacenista de hierros y carbones que también se adentró en la construcción y otros sectores, quien impulsó la edificación de la manzana noroeste de la avenida de Medina Azahara: los famosos pisos de Cañete, que incluso dieron nombre a la parada de autobús urbano durante décadas.
Yo me crié enfrente de ellos, en lo que hasta poco antes habían sido, como gran parte de Ciudad Jardín, huertas. Y recuerdo la reforma urbanística que conllevó la creación del viaducto (que sustituyó al paso a nivel) y la rotonda (que iba a ser un scalextric elevado pero se quedó en glorieta por las quejas de los vecinos). Dicha reforma se completó gracias al derribo de los cuatro bloques de Cañete más occidentales, y se coronó con la colocación de uno de los «ceda el paso» más peligrosos de Córdoba.
Estudié EGB en dos colegios del barrio. El primero se repartía entre un amplio local en la calle Julio Pellicer (que envolvía la papelería de Ana) y las instalaciones anejas a parroquia de la Inmaculada Concepción y San Alberto Magno en Diego Serrano. Parroquia, en la que, por cierto, hice la Comunión y donde recientemente se ha creado la fraternidad parroquial del Santísimo Cristo de la Confianza, de la que mi primo José Luis Díaz Vélez es hermano mayor. El segundo colegio, Virgen de la Fuensanta, también se ubicaba (y sigue existiendo) en Diego Serrano. En ambos, por limitaciones de espacio, las clases de educación física tenían lugar en el pabellón polideportivo subterráneo de Alcalde Sanz Noguer, al que luego seguiría acudiendo con distintos grupos de amigos para realizar lo que en nuestra cabeza adolescente eran grandes gestas futbolísticas.
Apenas cinco años antes de que la terminase Primaria, se había inaugurado en Gran Vía parque, a pocos metros de mi casa, el instituto Medina Azahara, en la acera contraria a la peluquería de Puri. Detrás de él, en un descampado que actualmente es un parque, di mi primer beso a una chica. Pero luego, a pesar de la proximidad, no me aceptaron en dicho instituto. No creo que lo del beso tuviera nada que ver con el rechazo, pues cosas mucho peores hacían en el descampado los que eran más mayores y tenían coche. Pero, obligados a alejarnos (alejarme) de la zona, tras un cónclave familiar para valorar diferentes opciones, fui a estudiar el bachillerato al Colegio Cervantes de los Hermanos Maristas. Pasé, así, de un colegio que se llamaba Virgen de la Fuensanta, al barrio y la avenida de la Fuensanta.
Ello provocó que durante el último lustro del siglo pasado esperase el autobús de Cervantes, todavía de noche, en el pasaje del final de Medina Azahara, con el que hacían esquina la pastelería Roldán (negocio que ahora está en el local siguiente) y Muebles Márquez, contemplando precisamente los bloques de Cañete luego eliminados en 2002.
Hasta entonces, mis amigos habían sido los de mi calle (Andrés, Marcos, Juanjo, Pedro...). Pero en Cervantes, como todos al comenzar el instituto, hice amigos nuevos. Entre ellos, Alejandro y Antonio, que vivían en la mitad sur de Ciudad Jardín.
Aunque ello supusiera frecuentar lugares diferentes (entre los que se encontraba el famoso Barra fija en Camino de los Sastres), ya desde antes me movía por todo el barrio. Por ejemplo, de pequeño, muchos domingos iba con mis padres a almorzar a la marisquería Costa Sol, donde los hijos de Alberto Rosales Ortega (que son quienes hoy gestionan los negocios familiares) me sacaban al kiosco de al lado a comprar tebeos.
También conocía muy bien la zona por la que vivían mis tíos, en la que disfrutábamos de las famosas croquetas del Mesón don Lope o de la terraza del Bar El 6 de Mari Carmen y Manolo en Infanta doña María. Todo ello, cerca del mítico videoclub Byss Byss, tantas veces reinventado. Luego sería asiduo por motivos futbolísticos al Mesón Ibérico, en Maestro Priego López, en el que vería al Real Madrid ganar la séptima Copa de Europa. Hablando del Madrid, frente al mesón estaba Garrido Sport, tienda deportiva a la que el futbolista Fernando Redondo vino una tarde a firmar autógrafos revolucionando el vecindario.
Afortunadamente hay negocios y entidades que sobreviven al tiempo y la decadencia del barrio, como los precocinados de Felipe II, la clínica médica de Amador Velarde, la pizzería Mamma Leone o la Peña Azahara, que en 2022 ha cumplido media centuria de actividad cultural en Julio Pellicer, a pocos metros de la frutería Hermanos Checa. Esta calle, por cierto, toma su nombre del poeta que fuera cuñado de Julio Romero de Torres (y que, espacialmente, nada tuvo que ver con la misma, claro).
Mención especial debo hacer a la peluquería de Lorenzo, que lleva ya tres décadas en Vázquez Aroca. Allí aparecí, siendo adolescente, con la fotografía de un futbolista del Real Madrid, para que me cortase el pelo igual. Varios cursos más tarde cambié el pelado, pero a sus tijeras sigo fiel un cuarto de siglo después.
Justo enfrente está la floristería de Antonio Castillo Mayen, que existe desde un lustro antes (fue inaugurada por sus padres) y a quien conocí hace exactamente veinte años, cuando fui, muerto de vergüenza, a mandarle flores a una novia. Al decirle mi nombre, él completó de memoria mi dirección postal, porque mi padre encargaba también allí regalos para mi madre el día de Santa Lucía y en su aniversario de boda.
Curiosamente, y por mucho que haya floristerías como esta, el barrio ha hecho poco honor a su florido nombre. Lo debe (el nombre) a que en su momento fue proyectado con zonas verdes, como era común en los trazados de finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX, pero al final no contó con ningún parque hasta el año 2000, cuando se inauguraron los Jardines de Juan Carlos I junto al Rectorado.
Aun así, durante décadas ha sido un distrito hecho a la medida del hombre: cómodo, cercano al centro, lleno de vida y comercios. Cuando hace veinticinco primaveras yo cruzaba Córdoba todos los días para ir al Colegio Cervantes, me di cuenta de que Ciudad Jardín era el barrio donde todo el mundo quería vivir.
Ahora vuelvo, de visita, o a pasar algunas temporadas, y las sensaciones son encontradas. En lo personal, siempre es agradable regresar al pasado por periodos cortos. En lo que a su estado general se refiere, compruebo que sigue acumulando legislaturas de olvido municipal, mostrando grandes carencias en infraestructuras, limpieza y seguridad, lo que hace que ya haya incluso estudiantes que no quieren alquilar piso aquí.
En todo caso, por muy abandonado que esté, mi barrio siempre será mi barrio, igual que siempre llamaré a los pueblos de mi familia, indistintamente, «mi pueblo». Pero a Ciudad Jardín, a sendos pueblos y quizá también a Córdoba en general, puedo aplicar una frase que en mis tiempos estudiando fuera dediqué a la casa de mis padres: aquí está mi hogar, pero no mi vida.