El rodadero de los lobosJesús Cabrera

La excepcionalidad perdida del Domingo de Ramos

La espera ha perdido todo su valor. Si comiésemos turrón todo el año perdería su atractivo

Actualizada 05:05

Es frecuente que muchos cofrades, sobre todo los que peinen canas, comparen la víspera del Domingo de Ramos con la de la Epifanía. Es una noche de ilusión, de esperanza por alcanzar aquello que se ha deseado durante todo un año. Es el principio del fin, sí, pero vaya fin.

El Domingo de Ramos ha sido la jornada que realmente daba el pistoletazo de salida a la Semana Santa, al primer nazareno en la calle, a ese incienso que en aquella época era prácticamente imposible aspirar en las iglesias. Era el día en el que se materializaban los sueños del niño, del joven cofrade que aspiraba a volver a escuchar una marcha, la que fuera, en la calle, porque era la única manera de retener la magia de sus sones.

Para los jóvenes de hoy día el Domingo de Ramos es otra cosa muy distinta de sus padres y abuelos, y no digamos de sus bisabuelos. Este día, y los siguientes, pasan a ser aquellos en los que los vídeos de Youtube se convierten en realidad y el incienso pasa a ser quemado ante las imágenes y no en su dormitorio o en la barra de un bar.

La espera ha perdido todo su valor. Si comiésemos turrón todo el año perdería su atractivo. Y lo mismo pasa con las gachas. Ahora la Semana Santa es un continuo que desborda los siete días fijados. Ya vimos nazarenos el jueves pasado y anoche muchos cayeron en la cama no con la ilusión de que al día siguiente, al despertar, se materializaban unas aspiraciones cofrades maduradas desde hace un año, sino cansados, con los pies reventados después de ver las cinco procesiones del Sábado de Pasión.

El Domingo de Ramos, que siempre ha tenido una personalidad propia dentro de la Semana Santa, ahora es una jornada más que por ser festiva cuenta con una animación diferente en las calles. Pero no tiene nada más que la diferencia del Lunes, Martes y Miércoles Santo. A día de hoy, desgraciadamente, ha dejado de ser la puerta de la fiesta para ser una loncha más en el sandwich que cada vez gana más pisos conforme se incorporan más hermandades y, lógicamente, no tienen un hueco donde salir.

Son las vísperas, el banco de pruebas o el noviciado que el Obispado exigen a las nuevas corporaciones que un día quieren llegar a la carrera oficial. Es la oportunidad para darse a conocer, para cuajar en sus respectivos barrios, para demostrar lo que quieren llegar a ser y también para ganar tiempo y hacerse con un patrimonio lo más digno posible. Es el signo de los tiempos.

El desbordamiento de hermandades en las últimas décadas ha cambiado algo que se caracteriza por mantener la tradición. La evolución, que siempre la ha habido, ahora ya no se produce paso a paso, sino zancada a zancada. Todas estas incorporaciones a la Semana Santa de Córdoba enriquecen las vísperas y dibujan cómo será el futuro cofrade. Cuando la ciudad estaba constreñida por las murallas es lógico que el número de hermandades fuese estable; ahora, que la expansión urbana crece es lógico que cada nuevo barrio tenga su nueva hermandad.

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