El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

El demarraje de los rafaeles

Actualizada 04:30

Los ancianos del lugar lo recordamos perfectamente. Luz Ardiden. Tour de Francia de 1988. Cinco ciclistas van por delante. Justo tras ellos, Perico Delgado. Un espectador corre tras el ciclista español y le echa agua en la espalda. Perico le increpa. Al instante, sin embargo, se va por la izquierda con fuerza inusual. Al poco, deja a todos sus acompañantes detrás. A aquello se le llamaba demarraje, y como sería la cosa que hoy día pones la palabra demarraje en Youtube y te autocompleta con Perico Delgado. Cuando, como viejo ciclista urbano, voy de aquí para allá por cuestiones de trabajo y me topo con una cuesta dura en la ciudad, rememoro aquella escena y me pongo a canturrear ninonino-nino-nino, ninonino-nino-nino, o sea, ‘No tengo tiempo’, de ‘Azul y negro’, tema utilizado en una Vuelta a España, lo que me motiva lo suficiente para no bajarme de la bici completamente desfondado por los kilos y los años.

Pues aquella hazaña no es nada en comparación con lo que acaban de hacer los rafaeles y los franciscos. En efecto, el nombre Rafael ha crecido siete puestos en 2023 con respecto al año anterior, pasando del doce al cinco. Por su parte, Francisco se ha situado en la novena posición, pero subiendo nada más y nada menos que 21 puestos. Estos demarrajes inesperados cuentan con dos equipazos de gregarios detrás, el primero compuesto por los faletes, falis, rafaletes y rafis; el segundo por los pacos, curros, fran, frascos, panchos y quicos.

Los nombres tradicionales que copan los primeros puestos, tanto en el caso de los niños como de las niñas, y estos demarrajes comentados, simbolizan mucho más que una noticia anecdótica. En las últimas décadas, uno de los múltiples ataques a la familia tradicional se realizó en este ámbito. Llevados por la falta de religiosidad en un mundo de valores anti-católicos y extraordinariamente ególatras, los padres empezaron a ver a los hijos no como miembros de una comunidad, sino como una extensión de su mismidad. El hijo, muchas veces único, tardío y en demasiadas ocasiones no deseado, llegaba al mundo como prolongación paterna tras demasiados años perdidos en el ocio conspicuo de noches, borracheras, drogas, eventos culturales y viajes insustanciales: el llamado mundo de los «planes». Rechazado Dios y con su ego como bandera, aquellos padres desdeñaban el santoral para buscar un nombre original, como si el pequeño fuera un producto de márketing. Y así surgía un rosario de nombres pintorescos procedentes de otras culturas. Tras la inocencia y aparente libertad de la elección del nombre, se escondía algo mucho más grave: el rechazo al bautismo.

Al desdeñar la inserción del hijo en algo más grande, y muchas veces por meras inercias o irreflexión, los padres han ido repudiando a su religión connatural y su patria. Esos mismos padres, tiempo después, clamarán contra el individualismo que asuela esta sociedad, mientras su matrimonio o unión se deshace paradójicamente por el efecto de dos narcisismos irreconciliables, teniendo como víctimas principales a aquellos hijos de nombres poco comunes.

Si en el siglo XVI, San Rafael salvó a esta ciudad de la peste, proclamándose guarda de la ciudad, impulsar su propio nombre en la lista ha debido ser pan comido para él. Mas todo no puede hacerlo el custodio. Son las familias y parejas incipientes las que han de meditar sobre su condición y propósitos más profundos en un entorno hostil por el que no se han de dejar llevar. A partir de ahí, los rafaeles y franciscos llegarán por añadidura, seguramente hasta copar el podio.

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