Corresponsal en el paraíso
El «salvaje este» americano con más pedigrí
Las grandes fortunas americanas eligieron la región de los Adirondack como lugar para tomarse un descanso
Adirondack. Tal vez el nombre no le resulte familiar. De hecho, tampoco es fácil de pronunciar o de recordar, pero si se adentra por esta fascinante región situada a unas cuatro horas de Manhattan, es muy probable que nunca olvide ese espléndido paraje de lagos, montañas, ríos y bosques que le hará pensar que se encuentra en los más profundo de Canadá. Además de ese maravilloso aire de montaña, la región neoyorkina de los Adirondack destila esa curiosa fragancia de los lugares ligados a las élites. Estamos en las praderas con más pedigrí de Estados Unidos, en las que fijaron sus miradas hace más de un siglo las grandes fortunas de esa América de la «Gilded Age», es decir, los Rockefellers, Vanderbilts, Carnegies, Guggenheims y Morgans como lugar en el que tomarse un descanso mientras amasaban sus enormes fortunas.
La región de los Adirondack fue una de las últimas áreas del noroeste del país en ser exploradas por los colonos. A decir verdad, la región nunca tuvo pobladores fijos, y fueron disputadas por los iroqueses y los algonquinos, primeros habitantes de lo que hoy es la ciudad de Nueva York. Ambas tribus utilizaron el terreno de la misma forma que siglos más tarde lo harían las ricas familias de Nueva York y Chicago: para cazar, pescar, disfrutar de las bondades de esta tierra privilegiada durante la primavera y el verano. En invierno, el territorio se volvía tan inhóspito que solo tribus marginadas permanecían en él. Se les llamaba despectivamente «adirondacks», que en lengua iroquesa quiere decir «los que comen corteza de árbol», en alusión a la falta de mejores alimentos que llevarse a la boca durante los nevados inviernos.
Lo curioso es que en un periodo relativamente corto, los habitantes ocasionales de esta región, pasaron de comer despojos a cenar manjares preparados por los mejores chefs del país. En la segunda mitad del siglo XIX, en pleno auge industrial, «la vuelta a la naturaleza» se convirtió en la nueva moda para las sociedades urbanas de ciudades como Nueva York, cuyos ciudadanos deseaban huir del calor y del ajetreo de la gran ciudad.
Vanderbilt, Rockefeller y otros «nuevos ricos» de la era industrial compraron gigantescas extensiones de tierra en Adirondack. Hicieron casas para pasar allí los veranos, construcciones de aspecto rústico que se conocen como los «Great Camps». Naturalmente, su idea de campamento distaba mucho de las sencillas cabañitas de los boy scouts. Los Great Camps eran auténticas mansiones con toda clase de comodidades, algunas tenían hasta cine y bolera. Eran amplias, muy amplias, no solo para dar cobijo a los magnates, sus familias y sus numerosos sirvientes.
Se convirtieron también en ese lugar ideal para practicar el arte de recibir, de agasajar y de organizar fiestas. El Sotogrande de la época, para entendernos. El networking de la época. Y, aunque algunas eras verdaderamente sofisticadas, lo interesante fue su estilo constructivo. Estaban diseñadas para integrarse plenamente en el entorno natural, realizadas con troncos de árboles y piedras autóctonas trabajadas por artesanos.
En fin, lo que hoy llamaríamos un «eco resort». En sus años de esplendor, antes de que la gran depresión del 29 terminara con buena parte de esta fantasía verde, llegó a haber unos 50 Great Camps, hasta cien hoteles y un buen número de clubes sociales y deportivos. Caza, pesca, largas caminatas y deportes al aire libre eran los principales pasatiempos. Los equipos de baseball de las universidades de Yale y Harvard solían pasar parte del verano aquí y era casi casi obligado para sus ilustres visitantes tener algún tipo de embarcación.
Las mejores cabañas y alojamientos estaban junto a los lagos, incluso en islas, como uno de sus hoteles más célebres The Sagamore, impulsado, entre otros habituales del lugar, por el legendario editor de The New York Times, Adolph Ochs. Sus fiestas de los sábados por la noche se convirtieron en el lugar para ver y ser vistos. Y hacer contactos. Great Camp Sagamore fue durante décadas la residencia veraniega de los Vanderbilt. La acaudalada familia disponía de su propio tren privado para llegar a su casa de vacaciones desde la Gran Estación Central de Nueva York.
La pesca era uno de los principales pasatiempos y uno de sus habituales era una eminencia gran aficionado a este deporte y a estos parajes. Nada menos que Albert Einstein pasó en Lower Saranac Lake unos cuantos veranos desde 1936. Un hecho curioso de los Adirondack es que aquí se encontraba pescando Einstein cuando estalló la bomba atómica en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Y, desde aquí, hizo sus célebres declaraciones de radio comentando el acontecimiento un par de días después. Curiosa paradoja pensar en estas tranquilas aguas de sus lagos y en aquella gigantesca nube en forma de seta sobre la ciudad japonesa.
Los Adirondack siguen conservando prácticamente igual sus espléndidos encantos naturales, aunque las grandes familias industriales vendieran sus propiedades, sigue oliendo a «old money». En los últimos años ha aparecido todo un movimiento de arquitectos e historiadores interesados en preservar el valor de estas construcciones que hoy podríamos considerar pioneras en la sostenibilidad y el respeto hacia el medio ambiente. La pandemia y el trabajo en remoto ha traído de nuevo a la palestra los encantos de esta tierra de 3.000 lagos con una extensión mayor que Yellowstone, Yosemite y el Gran Cañón juntos y que conserva ese punto de tierra por conquistar que sigue gustando a los descendientes de aquellos que llegaron en el Mayflower.
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No se conoce del todo Estados Unidos si no se tiene una experiencia «campestre» made in USA. Una escapada a las cabañas en el campo con amigos o con familia también es parte del «American way of life». Si quiere conocer la zona en plan sibarita, su lugar es The Point, construido como residencia particular de William Avery Rockefeller II, reconvertido en lujoso hotel hace unos años, fue el primer Relais&Chateux de Estados Unidos. Guardando las tradiciones de los Rockefeller, las noches de los miércoles y sábados exige smoking en la cena.
No creo que queden muchos lugares en el mundo que pidan pajarita, y menos en pleno campo, así que es una experiencia curiosa. Menos formal e íntimo y mas tipo resort familiar es The Sagamore. White Pine Camp, también reconvertido en hotel, conserva una de las boleras más bonitas de madera que quedan en el país. Y hablando de madera, Adirondack da nombre a un conocido modelo de butaca al aire libre con amplios reposabrazos, un respaldo alto con listones y un asiento más alto en la parte delantera que en la trasera, fue diseñada por un veraneante en 1903 –seguro que las ha visto hasta en Ikea–. Se dice que la anchura del reposabrazos se debe a que en él se pudiera dejar el coctel, la cerveza o el vaso de vino. Estos americanos, siempre tan prácticos…