La Reconquista y el baile de fronteras interiores de la España medieval
Una aclaración: las fronteras en la Edad Media no tienen nada que ver con las líneas continuas de los mapas de geografía política
En los debates académicos sobre historiografía, se está imponiendo evitar el término «Reconquista». Tampoco el concepto «conquista cristiana» goza de general aceptación. Tal parece que los hechos que se sucedieron en la península Ibérica entre 711 y 1492 carecieran de una ligazón estructural con las culturas y las ideologías que compartieron nuestro estrecho marco territorial. Como si el juego de conflictos, convivencias y fronteras respondiera exclusivamente a motivos relacionados con la economía, el afán de poder y la mera ambición de incremento territorial cualquiera que fuese su dirección.
No pretendo entrar a fondo en este debate, pero sí tocar un aspecto que me parece significativo: el desplazamiento de las fronteras interiores en este importante periodo, sus causas y sus consecuencias.
Una aclaración: las fronteras en la Edad Media no tienen nada que ver con las líneas continuas de los mapas de geografía política. Los estados tenían contornos complejos, difusos e incluso superpuestos. Sus fronteras solían ser bidimensionales. Constituían franjas territoriales más o menos anchas de soberanía confusa y cambiante.
En la parte occidental de la península esas franjas se fueron desplazando hacia el sur, aunque no dejó de haber oscilaciones, a intervalos de duración variable. Igual sucedió en la parte oriental, aunque con cierto retraso. En consecuencia prácticamente toda la superficie peninsular tuvo en algún momento carácter fronterizo. Toda España fue una frontera. Y Portugal también.
La primera frontera reconocible se creó tras el establecimiento de un poder político nítidamente cristiano en la zona astur-cantábrica en aproximadamente 719. No era demasiado amplia. Constituía una franja situada al sur de la cordillera y formada por los altos valles montañosos en los que fue afirmándose poco a poco la población cristiana: La Liébana, el Bierzo, Babia, Álava. Con un confuso revoltijo situado al oriente de Cantabria en el que se mezclaban las influencias musulmanas, francas y asturianas.
Esta franja se amplió en 750 por el abandono musulmán de Galicia como consecuencia de la guerra civil entre árabes y bereberes. Alfonso I el Católico aprovechó para extender el dominio cristiano hacia el oeste y hacia el sur. La frontera en Galicia quedó fijada por el curso del río Miño. En la zona castellano-leonesa, la predecible reacción musulmana impidió la consolidación de los avances cristianos.
Toda esta extensa franja, de más de 200 km de ancho quedó convertida en tierra de nadie y vaciada de presencia política, aunque no de población. Se convirtió en una nueva, duradera y bidimensional, frontera que produjo profundos cambios. Unos cambios que incluyeron hasta la toponimia. La antigua Bardulia se transformó en Castilla y apareció el término Extremadura, sinónimo de frontera. Conviene recordar que en el escudo de Soria reza: «Soria pura cabeza de Extremadura».
La zona reunió todas las características que se asocian a las regiones fronterizas: inestabilidad permanente, inseguridad generalizada, presencia de unos pobladores inquietos, con vocación de independencia frente a la autoridad y compartimentación del espacio entre cristianos e islamitas.
En la práctica ninguna comarca quedaba libre del todo de las periódicas razzias musulmanas. La propia capital, Cangas de Onís fue destruida en al menos dos ocasiones e igual suerte corrieron Oviedo y León. Pero para el 910 ya se había establecido la presencia cristiana en todo el valle, con la consolidación de ciudades que ya nunca volverían al Islam.
La franja fronteriza se extendió a ambos lados del Duero y en ella se establecieron gentes recias y combativas procedentes del norte junto a un continuo goteo de mozárabes que llegaban escapando de la tolerancia islámica. El romancero habla de la dureza de la vida. De los hombres que vivían con una mano en el arado y la otra en la espada. De los caballeros villanos, trabajadores de la tierra ennoblecidos porque cuando hacía falta dejaban la labranza, montaban a caballo y empuñaban la lanza. Unos hombres hoscos e indómitos que convirtieron a Castilla como uno de los grandes actores de la historia.
Los avances fueron cortados en seco por Almanzor, que hizo retroceder de nuevo la frontera desde el sistema central hasta la línea del Duero. Este caudillo consiguió poner a la cristiandad contra las cuerdas. Saqueó y/o destruyó todas las ciudades significativas, desde Barcelona hasta Santiago de Compostela. Con periodicidad anual lanzaba devastadoras campañas a las que los estados del norte tenían poco que oponer. Solo la muerte pudo detenerle.
La crisis en la que se sumió en califato de Córdoba y la vitalidad castellana, llevada al cenit por el Rey Fernando I, situaron el sur de la frontera en el Sistema Central. Las montañas nunca han supuesto obstáculos insalvables. Tampoco lo fueron para los cristianos, que las atravesaron sus ataques y correrías hacia el sur. Por fin Alfonso VI conquistó Toledo en 1085 transformando el valle del Tajo en la nueva frontera. Habían pasado nada menos que 374 años desde la invasión de 711.