Bajo fuego cruzado. La guerra de Gaza en el espacio de la información
Como ocurre en el campo de batalla, en el entorno de la información también existen diferencias entre los bandos en conflicto determinadas por la libertad o no de expresión y de prensa
Desde que la televisión norteamericana se convirtió en uno de los protagonistas decisivos de la guerra de Vietnam, todas las operaciones militares se conducen con un ojo puesto en el espacio de la información. En Occidente, ni siquiera las acciones tácticas más pequeñas se libran del escrutinio de los Estados Mayores, celosos guardianes de que todo lo que ocurre en el frente se ajuste a los mensajes definidos en los más altos niveles de la política.
El control político –si es que se puede utilizar la palabra en este contexto– es todavía mayor en las acciones terroristas, que rara vez tienen objetivos militares concretos y no esperan más réditos que los cosechados en el espacio de la información. Podemos fácilmente imaginar que, mientras unos centenares de militantes de Hamás se adiestraban para atravesar el muro de Gaza a la caza de víctimas para secuestrar o asesinar, lo que sus líderes planeaban era la batalla posterior, la que habría de librarse en las pantallas de televisión y en las páginas de los periódicos de todo el mundo.
Sabía Hamás que, a poco bien que salieran las cosas –es probable que la ineficaz respuesta del Ejército israelí y de sus servicios de inteligencia sorprendiera incluso a quienes planearon el ataque terrorista– iba a provocar una nueva guerra. Sobre el terreno, la organización terrorista fiaba su defensa al alto número de rehenes y al escudo de la población civil en un área superpoblada en la que se mueven como pez en el agua.
Hamás confiaba en las leyes que en Occidente aseguran la libertad de expresión para recibir el apoyo de su extraña colección de aliados
En el espacio de la información, mucho más importante para ellos, Hamás confiaba en las leyes que en Occidente aseguran la libertad de expresión para recibir el apoyo de su extraña colección de aliados: Rusia, China, Irán, algunos círculos intelectuales o políticos del entorno de la extrema izquierda y, sorprendentemente próximos a ellos, organizaciones antisemitas de la extrema derecha. Unidos solo por el odio a los valores que definen a los países democráticos, todos ellos seguirán colaborando para intentar confundir con mensajes equívocos a los escasos ciudadanos del mundo que tienen reconocido el derecho a pensar. Veamos algunos de estos mensajes.
El foco en las víctimas
Hay quien nos pregunta: ¿es que no vale tanto la vida de un niño palestino como la de un israelí? Desde luego que sí. Las campanas de la humanidad deberían doblar con la misma fuerza por unas y por otras víctimas inocentes de la violencia. Pero, si las víctimas merecen idéntico respeto, no ocurre lo mismo con sus asesinos.
Hay mucha diferencia entre la muerte de un niño a sangre fría –me sorprende que el debate se centre en la posible decapitación de algunos bebés, un detalle cruel pero poco relevante que Hamás niega porque le aproxima al ISIS– y la de otro que, con su tierno cuerpo y el de su familia, sirve de escudo a los terroristas para que puedan volver a matar.
A la luz de los convenios de Ginebra, hay un único culpable: Hamás
En ambas muertes tiene cierta responsabilidad Israel, que debe hacer lo posible por prevenirlas y tendrá que rendir cuentas a su sociedad por todo lo que haya salido mal. Pero no nos confundamos, de la muerte de ambos niños, a la luz de los convenios de Ginebra, hay un único culpable: Hamás. Un culpable, además, que gobierna la franja con las armas en la mano, y al que nadie entre su pueblo se atreve a pedir explicación alguna.
¿Y qué pasa con los rehenes? ¿No importan sus vidas? A Hamás, desde luego, no. Aunque la situación era muy diferente, recuerdo que en los primeros años de la operación Atalanta, que la UE todavía mantiene en aguas de Somalia, la presencia de rehenes en poder de los piratas nos impedía cualquier acción militar contra sus fondeaderos. Pero las reglas de enfrentamiento, lógicamente muy restrictivas porque no se trataba de una guerra, tenían un límite que se cruzaba cuando los piratas trataban de utilizar sus rehenes como escudo para capturar a otras tripulaciones.
Desde ese recuerdo, no puedo reprochar a Israel que, cuando está en juego mucho más que el precio de los rescates, considere que el ataque terrorista del pasado día 7 ha cruzado todos sus límites y que, tratando de respetar la vida de los escudos humanos, ya sean rehenes israelíes o civiles palestinos, haga lo posible por terminar con la impunidad de los asesinos.
¿Venganza o prevención?
Hay también quien presenta la operación «Espadas de Hierro» como una venganza o incluso, dependiendo del color de cristal con que cada uno mira, como una represalia justificada por los crímenes de Hamás. Quede claro que, si así fuera, Israel estaría cometiendo un crimen de guerra, porque las represalias sobre la población civil, tan frecuentes en la historia de la humanidad, están específicamente prohibidas por el derecho internacional humanitario hoy vigente. Pero, en la mayoría de los casos, lo que tratan de transmitir quienes emplean este argumento es que ya han muerto suficientes palestinos para dar por cerrado un hipotético «ojo por ojo».
Sin embargo, la de la venganza es una perspectiva equivocada. Lo hecho por Hamás es, claramente, un casus belli. Israel tiene todo el derecho a declarar la guerra a la organización que protagonizó el ataque y el objetivo de esta guerra, desde luego legítimo, no es castigar a los palestinos sino destruir Hamás para estar seguros de que lo ocurrido no vuelve a repetirse.
La proporcionalidad
Algunos de los miembros menos solventes de la comunidad internacional, y no pocos intelectuales que ni siquiera se han molestado en leer el aburrido texto de los convenios de Ginebra, se han precipitado a acusar a Israel de excederse en su respuesta e, incluso, de cometer crímenes de guerra.
Lideran esta cruzada Irán, donde se asesina a mujeres por no llevar velo; Rusia, que en Grozni, Alepo y Mariúpol dio ejemplo al mundo de cómo evitar riesgos a los civiles; y China, donde se respeta escrupulosamente a las minorías y donde lo ocurrido en Tiananmén no es más que un bulo inventado por periodistas extranjeros.
Las instituciones occidentales, desde la UE a la OTAN, reconocen el derecho de Israel a defenderse pero le piden proporcionalidad. ¿Qué se esconde tras este término, que ni siquiera aparece en los convenios de Ginebra pero que encontramos frecuentemente ligado a la definición jurídica de legítima defensa?
Quizá la lectura del párrafo 2aIII del artículo 57 del primer protocolo adicional a los Convenios de Ginebra –siento lo farragoso de la referencia, pero la culpa es de los legisladores– pueda explicárselo a quienes no deseen analizar el texto completo. En cumplimiento del protocolo, los mandos israelíes «deberán abstenerse de decidir un ataque cuando sea de prever que causará incidentalmente muertos o heridos en la población civil, daños a bienes de carácter civil, o ambas cosas que serían excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista».
Es, pues, la proporcionalidad entre los daños a los civiles y las ventajas militares la que decide si se comete o no un crimen de guerra en cada caso concreto. Algo, desde luego, difícil de enjuiciar desde fuera. Tan difícil que, después de año y medio largo de una guerra de agresión, con continuos ataques de misiles a instalaciones civiles en las ciudades ucranianas, a Putin solo se le persiga por la deportación de niños.
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Permita el lector un sencillo ejemplo basado en el propio texto del convenio. Todo hospital está protegido por el derecho internacional humanitario, incluso si en él se trata a terroristas heridos. Pero pierde esa protección si se realizan en él actividades militares. En ese caso, el crimen de guerra lo comete quien trata de ampararse bajo la Cruz Roja para atacar al enemigo.
Incluso si el ataque está justificado por el uso bélico de la instalación, el protocolo exige un tiempo suficiente de preaviso. Algo que los militares de Israel vienen dando a todos los civiles de la franja. Podemos discutir si los plazos que se han fijado en esta guerra son o no realistas –de hecho se han ido ampliando poco a poco– pero no está ahí el principal problema, sino en la determinación de la proporcionalidad.
Vayamos a la práctica, ¿es legítimo bombardear un hospital porque haya en él un solo francotirador? La mayoría pensaríamos que no. ¿Cuántos francotiradores convierten un hospital en un objetivo militar? Acostumbrados a las restrictivas condiciones de uso de la fuerza letal en las operaciones de paz que casi siempre nos ocupan, casi siempre limitadas a la autodefensa, en Occidente tenderíamos a rechazar una hipótesis como esta.
Cualesquiera que sean las actividades militares que allí tengan lugar, no me he encontrado en mi carrera con reglas de enfrentamiento que autoricen la destrucción de una iglesia o un hospital. Y esa respuesta puede ser la correcta en las circunstancias en las que normalmente trabajamos. Pero quiero recordar a los lectores que lo que tiene lugar en Gaza hoy es una guerra como la de Ucrania, y no una operación de apoyo a la paz.
Bajo fuego cruzado
El conflicto entre Israel y Palestina tiene hondas raíces políticas sobre las que el lector tendrá su propia opinión, desde luego tan respetable como la mía. Pero la guerra, justa o injusta, tiene unas normas que deben respetarse. Por eso hace unos días, en un artículo publicado en El Debate, traté de justificar que, desde el punto de vista militar, la de Gaza era una guerra entre la civilización, sometida al derecho internacional humanitario, y la barbarie.
Como ocurre en el campo de batalla, en el entorno de la información también existen diferencias entre los bandos en conflicto. Diferencias que ya no están en el respeto a los convenios de Ginebra, sino en la libertad o no de expresión y de prensa. Unos y otros, con todas las herramientas de que disponen –es más fácil mentir en los regímenes autoritarios, pero en absoluto se trata de un arte desconocido en Occidente– van a someter al lector a un bombardeo de consignas opuestas que se irá amplificando a medida que se desarrollen las operaciones militares.
No voy a pedir al lector que, antes de condenar al Ejército israelí por el testimonio de una de las partes, se familiarice con el texto de los convenios de Ginebra. Pero sí que, al menos, sea consciente de que él, ciudadano de Europa, está siendo el blanco de las campañas de unos y de otros. Y que por ello, si me permite la recomendación, decida cuál es su postura ante esta guerra con la prudencia de quien se ve obligado a hacerlo bajo fuego cruzado.