De cómo la OTAN está perdiendo la guerra por el relato
Aunque Moscú se esfuerce por sugerir lo contrario, la Alianza Atlántica es una alianza de naciones libres
Mientras esperamos con optimismo, preocupación o mera curiosidad la toma de posesión del presidente Donald Trump —un aliado díscolo en su primer mandato, pero aliado al fin y al cabo— es bueno recordar que la de la OTAN es, objetivamente, una historia de éxitos. En lo militar, la organización puede presumir de que ninguno de sus miembros ha sido invadido por el antiguo bloque soviético. Ni tampoco por la Federación Rusa, que ha heredado casi todas las ínfulas expansionistas de la URSS, aunque haya cambiado la herramienta ideológica con la que justifica sus guerras. Lo que antes era el comunismo internacional ahora es el nacionalismo antiliberal, dos posiciones políticas muy diferentes, pero que coinciden en lo fundamental: el endiosamiento de los líderes. Algo que, por supuesto, a ellos les encanta.
Este éxito de la OTAN, sin paralelo en la historia moderna, se ha alcanzado sin que hiciera falta derramar sangre alguna. La estructura militar de la Alianza ha resultado suficientemente disuasoria para mantener seguras las fronteras orientales, incluso cuando los países del antiguo Pacto de Varsovia y algunos de los de la desaparecida URSS corrieron a refugiarse bajo su paraguas. Algo que desde luego hicieron de buen grado tan pronto como se sintieron en libertad de hacerlo. Y todos ellos siguen siendo miembros de la Alianza, a pesar de que siempre están abiertas las puertas de salida.
Por el contrario, las naciones que estuvieron o todavía están fuera de la cobertura de la Alianza Atlántica han sufrido invasiones masivas de sus propios aliados del Pacto de Varsovia —así le ocurrió a Hungría y Checoslovaquia durante la Guerra Fría—; o de la propia Federación Rusa, primus inter pares en la Unión Soviética, pero que ahora, bajo las riendas de Vladimir Putin, anhela convertirse en la señora de un renovado imperio. Entre sus posibles súbditos, Georgia parece plegarse a las presiones del Kremlin después de haber sufrido las iras de Moscú en 2008.
Ucrania, por su parte, está en guerra no declarada con la Federación desde que, en el ya lejano 2014, rechazó las presiones de Putin contra un acuerdo comercial negociado con la UE. Nada tuvo que ver en ello la OTAN, que Kiev solo empezó a ver como tabla de salvación después de la invasión de Crimea y el comienzo de la guerra del Donbás. Entre los antiguos socios europeos de Moscú, únicamente Bielorrusia parece a salvo. A cambio, por supuesto, de renunciar a buena parte de su soberanía y de negar a su pueblo la libertad que tienen el resto de los ciudadanos europeos para decidir su destino.
En lo político, y a pesar de los lugares comunes que llegan de todas direcciones sobre el predominio de Washington —verdadero primus inter pares por su potencia económica y militar— en la Alianza se mantiene escrupulosamente el requisito de la unanimidad. Un requisito muy exigente, que paralizó la respuesta aliada a la invasión rusa de Georgia —no todos los miembros de la OTAN estaban de acuerdo en la valoración de lo que allí ocurría— y que limita las acciones colectivas de apoyo a Ucrania a aquello que pueden aprobar líderes tan diferentes como Joe Biden —Trump a partir del día 20 de enero—, Macron, Orbán o Erdogan.
Aunque Moscú se esfuerce por sugerir lo contrario, la OTAN es una alianza de naciones libres. Eso no significa que no existan presiones políticas sobre los gobiernos de los países miembros, pero es obvio que no fueron suficientes para que la organización apoyara a los EE. UU. en la invasión de Panamá por el presidente Bush (padre) o en la de Irak por su hijo. Ambos, por cierto, republicanos como Trump. Pero no nos distraigamos: a fecha de hoy, son bastantes los líderes europeos que mantienen posturas abiertamente contrarias a la norteamericana en Oriente Medio. ¿Se imagina alguien al bielorruso Lukashenko cuestionando cualquier decisión política de Vladimir Putin?
Aunque Moscú se esfuerce por sugerir lo contrario, la OTAN es una alianza de naciones libres
La Alianza ha sido, además, una herramienta para la paz. En sus 75 años de existencia, y a pesar de que desde su incruenta victoria en la Guerra Fría gozó de una clara superioridad militar sobre cualquiera de sus rivales, la OTAN no ha invadido ningún país. Solo en una ocasión —los bombardeos de Kosovo— actuó fuera de la menguante autoridad de la ONU. ¿Un error político? Es probable porque, por frustrante que el derecho internacional pueda llegar a ser, debe respetarse. Pero, equivocada o no, nunca se trató de una campaña de conquista como la de Putin en Ucrania.
La guerra por el relato
A pesar de que la historia le da la razón, la OTAN se ha visto muchas veces desbordada en la guerra por el relato, quizá porque las alianzas no pueden permitirse las veleidades informativas que, desde que Maquiavelo escribió El Príncipe, caracterizan a los gobiernos de todos los colores. Durante la Guerra Fría, eran los agentes del comunismo quienes se esforzaban por presentar a la OTAN como agresiva. ¿Tan agresiva que su mera existencia obligaba al pacífico Pacto de Varsovia a invadir a sus propios miembros? Pues eso se defendía entonces con la mayor desfachatez por pretendidos intelectuales de la izquierda europea al servicio del Partido Comunista de la URSS. Y así sigue ocurriendo tres décadas después del final de la Guerra Fría, aunque ya no sea solo la extrema izquierda la que falsea los hechos.
Veamos: ¿quién tiene la culpa de que Rusia invada a Ucrania si no la OTAN? Muchos de los que fueron agentes del comunismo internacional, por razones que no son demasiado difíciles de explicar —y que van desde el patriotismo hasta el sueldo—, ahora son fieles a un Putin que cruza las fronteras que Rusia se comprometió a garantizar con los mismos pretextos que usó Stalin en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial para invadir Finlandia y Polonia. En el primer caso, se trataba de garantizar la seguridad de San Petersburgo, demasiado cerca de la frontera finlandesa —no existía entonces la OTAN y la causa no puede ser posterior al efecto, pero ya se sabe cómo se las gastaban los feroces fineses— para los gustos del pacífico Stalin. En el caso de Polonia, el líder comunista no atravesó las fronteras de su vecino para repartirse su territorio con la Alemania nazi, como pudieran pensar los rusófobos de entonces y de ahora, sino para garantizar la seguridad de la población de etnia soviética —ironías del destino, en su mayoría de origen ucraniano— que vivía allí.
¿Nada ha cambiado en Rusia desde los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial? Sí, pero solo los colores de las banderas. Mientras el comunismo ruso buscaba la antinatural alianza con Hitler para apoderarse de —o liberar— parte de Polonia, el heredero de Stalin encuentra hoy en los grupos neonazis de todo el mundo el apoyo que necesita para… ¿desnazificar Ucrania? Por si todo eso no fuera suficientemente contradictorio, el ex espía de la KGB, antes ateo, se atreve a predicar la guerra santa contra los desfiles del orgullo gay —quizá la más extraña manifestación del nazismo moderno— de la mano de los ayatolás iraníes y de un Kim Jong-un que no reconoce más Dios que a sí mismo.
La OTAN en la era de la posverdad
Vivimos en el mundo de la posverdad. Por eso, nada tiene de extraño que, en esa guerra por el relato que la OTAN va perdiendo, sean legión los que acusan a la Alianza de provocar a Rusia con su expansión hacia el este. Obviamente, quienes así lo hacen confunden torticeramente la naturaleza del movimiento. Son los antiguos aliados de Rusia los que, como hacían los ciudadanos alemanes que querían atravesar el telón de acero, huyen hacia el oeste, a veces bajo el fuego cruzado de las ametralladoras. Y a la vista está que hacen bien en buscar la seguridad que solo la Alianza puede darles. Sauli Niinistö, hasta hace poco presidente de la neutral Finlandia, explicó mejor que nadie todo este proceso cuando se dirigió a los líderes rusos —que se quejaban de su decisión, ampliamente respaldada por su pueblo, de solicitar la entrada en la OTAN— para decirles: «Ustedes han provocado esto, mírense en el espejo.»
Mirémonos también nosotros en el espejo. Es obvio que todas las naciones, incluidas Rusia y Ucrania, tienen derecho a vivir seguras dentro de sus fronteras y a tomar decisiones soberanas sobre su asociación económica o política con otros Estados. Para armonizar ambos derechos —nadie quiere ver ojivas nucleares desplegadas en las fronteras de su país— la OTAN y Rusia llegaron a un acuerdo en 1997, que llamaron Acta Fundacional. El documento, que venía a superar la condición de adversarios de la Guerra Fría, incluía cláusulas políticas y militares.
Entre las primeras, «el compromiso de respetar la soberanía, independencia e integridad territorial de todos los Estados y su derecho a escoger la forma de garantizar su propia seguridad». Entre las últimas, la Alianza reiteraba que «no tenía intenciones, planes ni razones para desplegar armas nucleares en el territorio de los nuevos miembros». Era un buen acuerdo para todos y, al contrario que el mítico acuerdo verbal al que los voceros de Moscú hacen referencia de cuando en cuando, existe y está firmado por el presidente Boris Yeltsin. La OTAN, por cierto, lo cumplió escrupulosamente hasta que Putin se apoderó de Crimea en 2014.
El futuro de la Alianza Atlántica
El futuro de la Alianza Atlántica tras la llegada de Trump —y, más allá, a medida que el pueblo norteamericano se deja seducir o rechaza la tentación aislacionista— no se decide solo en Europa. Pero también se juega en nuestro continente donde —quién lo habría dicho hace tres años— la presencia militar de los EE. UU. sigue siendo insustituible.
Los lectores más jóvenes quizá recuerden lo que le decía a Spiderman su legendario tío adoptivo: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad». En Europa, la poderosa OTAN debe actuar responsablemente, y no sirve de excusa que Putin no lo haga. Personalmente, creo que, hoy por hoy, nada puede reprocharse a la Alianza en ese sentido. La OTAN no solo no ha provocado la guerra de Ucrania, sino que ha evitado las de Letonia, Estonia, Lituania y quién sabe cuántas más.
Pero dejemos ahora el complicado presente para mirar hacia el futuro. Imagine el lector que, una vez terminada la guerra de Ucrania, es el pueblo bielorruso el que consigue deshacerse de su dictador. Tiene tanto derecho a hacerlo como el pueblo venezolano a destituir a Maduro. Pero los caprichos de la geografía le han deparado un vecino poderoso, convencido de su derecho a dominar en su zona del mundo, aunque sea por la fuerza. Un vecino dispuesto a cruzar su frontera para salvar la dictadura de Lukashenko, como en España defendieron el absolutismo monárquico los Cien Mil Hijos de San Luis.
Si eso ocurre —y es raro el pueblo que renuncia permanentemente a su libertad— ¿tienen derecho los bielorrusos a pedir ayuda a la Alianza? ¿Deberíamos nosotros decirles que no, admitiendo tácitamente que todos los pueblos son iguales, pero ¡mala suerte! unos son más iguales que otros? Volvamos al pasado. ¿Deberíamos haber cerrado la puerta a quienes cruzaban el telón de acero bajo el fuego de las ametralladoras para evitar ofender a los amos rusos? Puede. Pero, si esa va a ser nuestra política, ¿cuáles son los valores que defendemos?