¿Quién es John Galt? ¿Elon Musk? ¿Juan Roig?
En España tenemos nuestros propios 'Musks'. Juan Roig, el titán de Mercadona, hace lo mismo a su manera: crea riqueza, da trabajo y aguanta las pedradas de los envidiosos

La irrupción de Elon Musk en nuestras vidas, machete en mano, cortando las ramas podridas del sector público junto a Trump, ha desatado la furia de los radicales de siempre. No contentos con lloriquear, han pasado a la acción: queman concesionarios de Tesla, incendian coches y amenazan de muerte a quien ose aplaudir su cruzada por racionalizar el despilfarro del contribuyente. Cuando no le culpan por la muerte de niños en África, le acusan de liderar un esfuerzo inútil —cómo se pueden sostener ambas críticas a la vez sigue siendo un misterio para mí—. Igualito que sus primos europeos, los antisistema de postureo han escalado de la mofa a la violencia. Quizá Musk debería haberles respondido como John Galt: un corte de mangas y a otra cosa, mariposa.
¿Quién es John Galt?
Alisa Rosenbaum, más conocida como Ayn Rand, nos lo presentó en La Rebelión de Atlas (1957), una obra que disecciona con bisturí el colectivismo y sus miserias. En esa distopía —no tan distinta de la España actual o de los Estados Unidos que Biden legó—, los genios industriales, hartos de un sistema que premia la mediocridad y castiga el talento, se largan liderados por el enigmático Galt. Se declaran en huelga, y el mundo se colapsa sin ellos. Rand defiende ahí el individualismo puro, el capitalismo sin ataduras y la idea de que la mente humana, no las manos sucias de los burócratas, es el motor del progreso. Un puñetazo en la mesa contra el colectivismo, ya se disfrace de nazismo, fascismo, socialismo o comunismo.
Parece que los críticos olvidan que en ninguna democracia se elige a los ministros, solo al jefe
Galt y Musk comparten ADN: ambos son arietes del progreso individual frente a la mediocre turba que se refugia en la colectividad. Pero mientras Galt se largó a su utopía, dejando al resto en la estacada, Musk se queda a pelear, con un toque de caridad y empatía que Rand jamás aprobaría. Los mediocres le odian, y no es de extrañar. A los burócratas les escuece perder sus chiringuitos; a los políticos, que la chequera del contribuyente deje de poder comprarles votos; y a los antisistema —esos niñatos con iPhone que amenazan con mudarse a Canadá— les da un nuevo muñeco al que lanzar cócteles Molotov. Galt dijo «basta» y se fue, dejando que el mundo se ahogara en su propia basura. Musk, en cambio, intenta arreglarlo. ¿Y cómo se lo pagamos? Con escupitajos cuando no con fuego real.
Tarea digna de Atlas
Todavía está por verse el resultado final de sus esfuerzos. El estado administrativo le pone todo tipo de trabas: judiciales, políticas y pasivo-agresivas. Para colmo, los ataques han derivado en violencia ad hominem, desde la celebración por parte de comentaristas zurdos de la caída del valor de Tesla —incitando a la violencia contra sus coches y concesionarios— hasta acusaciones políticas de ausencia de democracia o falta de rendición de cuentas. Parece que los críticos olvidan que en ninguna democracia se elige a los ministros, solo al jefe, y, si la memoria no me falla, el pueblo americano eligió a Trump, pese a quien pese.Pero la tarea de fondo es digna del titán griego y una oportunidad histórica para redimensionar el mastodonte en que se ha convertido el estado administrativo. Con tecnología, inteligencia artificial e integrando los miles de sistemas autónomos de las distintas ramas del Gobierno federal, se pueden lograr ahorros eliminando fraudes, duplicidades e ineficiencias, sin los cuales el Estado no es viable a largo plazo. Más impuestos o más deuda ya no son opciones. Ningún departamento del Gobierno federal pasaría hoy una simple auditoría. Ejemplo: el Departamento de Defensa admite no saber dónde están más de 2,5 billones (en español, 2,5 trillones americanos) de activos y reconoce que desconoce el destino de más de 30.000 millones anuales de su presupuesto. Otro caso: un programa de 12.000 millones para la Navy que acabó con cero submarinos construidos. Luego están las preferencias ideológicas de su jefe, que gustarán más o menos, pero que los estadounidenses votaron y podrán cambiar en las próximas elecciones si así lo deciden.
Musk, para risa de los progres, fue su mesías cuando popularizó el coche eléctrico; ahora que osa pensar por sí mismo, es el diablo
En España tenemos nuestros propios Musks. Juan Roig, el titán de Mercadona, hace lo mismo a su manera: crea riqueza, da trabajo y aguanta las pedradas de los envidiosos. Musk, para risa de los progres, fue su mesías cuando popularizó el coche eléctrico; ahora que osa pensar por sí mismo, es el diablo. Roig, igual: un día lo alaban por sus supermercados baratos, al siguiente lo lapidan por no arrodillarse ante el dogma izquierdista y amenazan con expropiarlo o montarle una competencia pública. En España, el espectáculo es idéntico, pero con más descaro. A Amancio Ortega le llueven insultos por regalar máquinas contra el cáncer, y a Roig lo machacan por montar aceleradoras de empresas o por levantar Valencia tras la dana. Sánchez, ese tahúr del gasto público, y sus compinches de Podemos, expertos en vivir del cuento mientras señalan a los ricos «malos», lideran la jauría. Mientras Sánchez reparte migajas clientelares, Podemos sueña con expropiar a Roig para financiar su revolución de sofá. Los mediocres de la izquierda tienen bilis de sobra y la vierten con gusto en sus lanzaderas mediáticas, pero el verdadero escándalo es otro: los «medios» amplifican su veneno y las fuerzas liberales y conservadoras callan como cobardes. En EE.UU., figuras mediáticas y empresarios defienden a Musk a grito pelado. Aquí, salvo un par de radiolocutores con redaños, el silencio es ensordecedor.
Si seguimos así, el próximo Musk, Ortega o Roig no se molestará en luchar. Seguirá el camino de Galt: se largará y que nos pudramos en nuestra propia miseria. Ese día, cuando Sánchez y Podemos se queden sin a quién exprimir para sus cortijos socialistas, será el fin de nuestra civilización. Y nos lo habremos buscado solitos.