Richard V. Allen (1936-2024)
El católico que inspiró la política exterior de Reagan
Sin embargo, un cheque de 1.000 dólares que conservó en su despacho y las enemistades que se granjeó en la Casa Blanca forzaron su dimisión como Asesor Nacional de Seguridad
Richard Vincent Allen
Diplomático
Diplomado en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame, empezó su carrera como analista en la Hoover Institution antes de incorporarse a la Administración Nixon como número 2 del Consejo Nacional de Seguridad, a las órdenes de Henry Kissinger. Entre 1981 y 1982 fue Asesor Nacional de Seguridad de Ronald Reagan.
Corría el mes de en enero de 1977, el demócrata Jimmy Carter acababa de tomar posesión como presidente de Estados Unidos, y Ronald Reagan era solo un potencial candidato para los siguientes comicios al que presentaron a Richard Allen, académico de altos vuelos y analista de think-tanks, próximo a los republicanos. En esa primera reunión, el futuro inquilino de la Casa Blanca le abordó sin rodeos: «Dick, mi idea de la política americana hacia la Unión Soviética es simple, y algunos dirían simplista. Es la siguiente: Nosotros ganamos y ellos pierden. ¿Qué piensas de eso?» Allen le respondió que pensaba lo mismo.
Así fue cómo el pensador estratégico, a lo largo de los cuatro siguientes años, ideó, en compañía de expertos, lo que se convertiría en una de las más brillantes políticas exteriores de la historia de Estados Unidos cuyo eje era reafirmación de la supremacía estratégica norteamericana, algo decaída debido a los gruesos errores cometidos por la Administración Carter. En la práctica significaba someter a un acoso a fuego lento, pero constante, a un comunismo soviético que empezaba a desmoronarse, aunque sin romper con él, fortalecer el vínculo atlántico en Europa Occidental, apoyar activamente a los movimientos anticomunistas de todo el mundo —desde la Contra nicaragüense hasta los muyahidines en Afganistán—, prudencia en Oriente Medio —en plena Guerra Fría, Washington no se podía privar de apoyos decisivos en el mundo árabe— y en las relaciones con China.
Allen, además, jugó un papel determinante en la designación de George H.W. Bush como candidato a vicepresidente, convenciendo in extremis a un Reagan que apostaba por el expresidente Gerald Ford como compañero de ticket electoral. Otra de las bazas de Allen era su fe católica, no tanto en el plano personal como en la curiosa propensión de Reagan de fichar a colaboradores pertenecientes a esta confesión: el secretario de Estado, Alexander Haig, el director de la CIA William Casey, el embajador y militar Vernon Walters o William Clark. La común creencia de todos ellos facilitaría posteriormente la relación de Reagan con Juan Pablo II. Así lo demuestra John O’Sullivan en el «El Papa, el presidente y la primera ministra».
El desembarco de Allen como Asesor Nacional de Seguridad en la Casa Blanca acaecía, así las cosas, bajo los mejores auspicios. Mas los acontecimientos empezaron a torcerse muy pronto: al día siguiente de instalarse, interceptó un cheque de 1.000 dólares firmado por unos periodistas japoneses destinado a Nancy Reagan como pago a una entrevista. Allen lo metió en su caja fuerte, sin cobrarlo, pero se le olvidó al cambiar de despacho, por lo que fue descubierto. La investigación oficial no detectó irregularidades ni mala fe en su actitud —hizo lo que hizo para proteger a la Primera Dama—, pero las enemistades que se había granjeado —empezando por las de Haig y la de James Baker, el jefe de Gabinete— forzaron su dimisión en enero de 1982, menos de un año después de haber tomado posesión. Sus inteligentes y acertadas ideas en materia internacional las aplicaron otros.