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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El enfado de Almudena

Vivió enojada por lo ocurrido en el mundo de sus abuelos, incapaz de ver el éxito de España, del que disfrutaba

Actualizada 05:10

Cuando vas teniendo una edad, la muerte de una persona antes de tiempo te deja siempre meditabundo. Te sitúa frente al gran telón del que no podemos escapar porque, como recordaba el maravilloso Montaigne, «todos los días van hacia la muerte y el último la alcanza». La muerte pone boca arriba la pequeñez de nuestros empeños terrenales, que a veces nos desvelan mucho más de lo que deberían. Nadie lo explicó mejor que el Libro del Eclesiastés de la Biblia: «Reflexioné sobre todo lo que ha conseguido el hombre en la Tierra y concluí: todo lo que ha logrado es fútil, como cazar el viento». La muerte siempre es dura. Pero para aquellos que carecen de la esperanza de Dios debe ser brutal; un sumirse en una gran nada sin retorno, que convertiría nuestro paso de la Tierra en un sinsentido, un cruel chiste cósmico.

Todo esto me volvió a la cabeza, una vez más, cuando conocí con pesar la prematura muerte a los 61 años de la escritora madrileña Almudena Grandes, víctima de un cáncer y madre de tres hijos. Fue una literata de éxito, dotada sin duda de un gran brío narrativo. Sabía cómo armar una novela, no hay duda. Era también una columnista de una sola idea, expuesta siempre a fuego: la derecha es malísima y franquista. Quienes la trataban la recuerdan como una mujer que sabía honrar la amistad, dotada de mucho sentido del humor e hincha siempre y a pesar de todo de su Atleti. Desde lejos contemplábamos a una mujer morena de nervio, castiza y temperamental, que conformaba con su marido García Montero, poeta al que Sánchez colocó al frente del Cervantes en 2018, un pequeño poder fáctico en ciertos ámbitos de la cultura a favor de la izquierda «comprometida» (que casualmente monopoliza ya todos los premios).

La prensa, que en España es mayoritariamente «progresista», incluida la que piensa que no lo es, ha despedido a Grandes con hipérboles. El principal periódico de izquierdas, que esconde en un suelto la manifestación de más de cien mil policías contra el Gobierno (¡ay cómo está el periodismo!) habla de «la voz de los perdedores» y de «la dignidad de la literatura». ¿Solo es digno el literato que es de izquierdas? En el periódico de mi ciudad natal la llaman «la voz de las mujeres y los hombres silenciados». Un diario de teórica derecha la despide como «la conciencia crítica de España».

No se puede negar la vocación literaria de Almudena Grandes, su enorme capacidad de trabajo y su triunfo. Pero creo que un análisis serio de su figura intelectual no debe soslayar un hecho muy relevante: su asombroso cabreo con su propio país. Era un poco mayor que yo, y de familia más acomodada que la mía, y es como si hubiésemos vivido en dos naciones diferentes. Su teoría es que buena parte de los españoles seguían pagando todavía hoy la derrota de la II República en la Guerra Civil. Según su visión, en realidad continuamos dirigidos por la hoja de ruta del franquismo, que primó a los vencedores y arruinó la vida de los vencidos. Siento discrepar, pero no es para nada lo que yo he vivido. Hasta que llegó el revisionismo de Zapatero y Sánchez, que decidieron echar sal en las heridas de la Guerra Civil para ocultar su inanidad programática en temas importantes, Franco estaba olvidado por mi generación. Tampoco es cierta la visión absolutamente maniquea que siempre postuló Grandes, esa historia de malísimos derechistas que se pegan la vida padre a costa de almas puras izquierdistas, cuyo progreso impiden. Su enorme éxito –y el de su marido–, ambos comunistas, supone una refutación de ese tópico. Si el franquismo conserva la pervivencia sociológica y partidista que le concedía Almudena Grandes, entonces resulta un milagro sin parangón que el PSOE sea el partido que más tiempo nos ha gobernando, o que hoy manden comunistas y socialistas, como en el Frente Popular, o que los medios sean mayoritariamente simpatizantes del consenso progresista que se nos quiere imponer.

Por supuesto que hay páginas terribles en la posguerra. Pero no solo en España: ¿Cómo sería la vida en la Polonia y la Alemania hechas añicos tras la II Guerra Mundial? Por supuesto que hubo penurias, crueldades, salvajadas (de los dos bandos) y un régimen autoritario que duró demasiado. Pero no parece una gran idea cerrar la mirada a todo lo bueno que se construyó en España, que es una extraordinaria historia de éxito, para regodearse en el rencor ideológico más cerril. Además, construir una obra narrativa sobre ese móvil obsesivo convierte la literatura, que en su versión más excelsa aspira a ser una forma de conocimiento sapiencial, en un panfleto, por ameno y bien redactado que esté. Por último, siempre me llama la atención que esta generación de intelectuales de izquierdas viva preocupadísima por las cuitas de la época de sus abuelos, que ya no están, y se muestre ciega y muda ante el mayor problema de su país a día de hoy: el envite de un separatismo retrógrado y de ribetes supremacistas. Ahí se les acaba el «compromiso». No están.

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