Memoria democrática: la politización de la verdad
El presidente del Gobierno dice que la ETA ya no existe, pero Bildu es la ETA con otros medios. Los fines son los mismos
Una vez analizado el disparate jurídico general que entraña la idea misma de una ley sobre la «memoria democrática», es menester tratar dos de los aspectos generales que contiene, antes de entrar en un análisis más minucioso de su contenido. El primero se refiere a los apoyos para su aprobación en las Cortes y, más concretamente, al obtenido de Bildu, sin cuyo concurso no habría sido aprobada. El presidente del Gobierno dice que la ETA ya no existe, pero Bildu es la ETA con otros medios. Los fines son los mismos. Es muy dudoso que pueda hablarse de una derrota democrática de la banda terrorista, pero quien en ningún caso pudo haber contribuido a esa derrota es Bildu. Es cierto que gracias a la eficacia judicial y policial en la lucha contra la banda y a medidas como la ilegalización de Batasuna, la ETA tenía cada vez más dificultades para ejercer su actividad criminal. Pero también lo es que hoy se encuentra mucho más cerca de alcanzar sus objetivos gracias a un Ejecutivo que desdeña la índole moral y política de sus compañías con tal de mantenerse en el poder. Digan lo que digan, España está hoy peor: peor la concordia, peor la libertad, peor la unidad nacional, peor la economía. El Gobierno de la Nación, apoyado por los enemigos de Nación. Es difícil descender más peldaños en la escalera de la decencia. Bildu tiene que ver con la democracia más o menos lo que Stalin con el pacifismo. Pero no hay apoyo gratis. La «memoria» se extiende hasta 1983. Curiosa fecha. Y Sánchez traga.
El segundo aspecto se refiere a la falsa tesis fundamental en la que se sustenta el descabellado texto legal. Es claro que ni el Gobierno ni el Parlamento deben pronunciarse acerca de la corrección o no de una determinada interpretación de los hechos históricos, ni sobre ninguna tesis sobre la verdad, la bondad o la belleza. Ahora se incumple este principio de puro sentido común, pero además se adhiere la mayoría parlamentaria, con Bildu no se olvide, a una tesis falaz y maniquea. Su objeto es la guerra civil y el franquismo (por cierto, si la ETA no existe, Franco menos), y también la etapa democrática hasta 1983. Hay que poner la Transición bajo sospecha porque en ella triunfan la reconciliación y la concordia y ahora caminamos hacia el odio y la discordia. Pero se omite el origen de la guerra civil, no se retrocede un poco más. No entra en su ámbito de aplicación el Frente Popular, ni las elecciones del 36, ni la revolución de Asturias, ni el rechazo por parte de la izquierda del triunfo electoral de la derecha, ni la persecución religiosa, ni el asesinato político del jefe de la oposición. Se habla de la guerra civil, pero no hay rastro de la terrible represión en el bando republicano. Puede leerse, entre otros miles de testimonios sobre el Madrid del Frente Popular, el libro de Miguel Ortega Spottorno, hijo del filósofo, Ortega y Gasset, mi padre. O la novela de Fernández Flórez Una isla en el mar rojo.
La tesis falaz es clara. España vivía durante la Segunda República bajo un régimen democrático irreprochable al que puso fin el golpe de Estado fascista encabezado por el general Franco (que tampoco lo encabezaba). Nada de grupos radicalizados y violentos que arrastraron a las mayorías, nada de dos «Españas» enfrentadas. Una falsa y maniquea historia de buenos y malos. Siete llaves al sepulcro de Julián Besteiro. Olvido de la plegaria de Azaña. Nada de paz, piedad, perdón, nada de reconciliación y concordia. Todo esto es lo que pretende destruir esta nefasta ley, que nace la politización de la verdad y persigue la apropiación partidista de la democracia.